sábado, 5 de mayo de 2018

El misterio de los actores y de la actuación (XIX)

DGD: Morfograma 19, 2018.



Actores: la sobreimpresión

En el Fausto de Goethe, el asistente de Fausto, Wagner, le dice: “He oído muchas veces que un actor puede aleccionar a un predicador”. Fausto responde: “Siempre y cuando el predicador sea un actor, lo cual puede muy bien pasar en los tiempos que corren”. La filóloga Helena Cortés Gabaudan informa que en esa época había un teólogo de apellido Bahrdt, de quien Goethe se había burlado repetidamente y que había sugerido que los futuros clérigos debían recibir la instrucción de los comediantes.
          Cuando Wagner dice que un actor puede aleccionar a un predicador se limita a citar uno de los principios de la retórica humanista, la persuasio, necesaria a todo discurso para convencer. Pero lo que Bahrdt pretende es más complejo: que el predicador convenza a su auditorio de un modo tan profundo como el actor persuade a su público de que el personaje es real. Lo fascinante es que no se trata de sustituir a la “realidad real” por una “realidad ficticia”, sino de una sobreimpresión (en el sentido cinematográfico: una imagen superpuesta a otra): el público cree en la realidad de la escena al mismo tiempo que está consciente de que aquello que ve es a un actor representando (el misterio radica en esa graduación entre certeza de la representación y creencia en lo representado). La ficción no sustituye a la realidad: se sobreimpone a ella.
          El mero hecho de la sobreimpresión afecta de maneras concéntricas a la realidad real: primero la relativiza; luego la critica, y finalmente, en una instancia ideal, la corrige. Es como la metáfora del cine, una emisión de luz cargada de imágenes que se proyectan en una pantalla; en este caso, la tarea del actor es la de convertir al mundo en una pantalla en la que va a sobreimponerse un signo. O bien, develar que el mundo es ya en sí signo, apariencia, ficción, discurso. Esta es la fundamental característica metafísica de la actuación (y acaso debería decirse, más que “característica”, el núcleo, la esencia misma del oficio del actor).


El actor y las historias

Los argumentos de la inmensa mayoría de películas y series televisivas podrían leerse en unos cuantos minutos y ahorrarse así horas y en suma días, si no fuera por el elemento que es la verdadera esencia de películas y series: la actuación. Más allá de los argumentos, mensajes, moralejas o “ideas”, esta interminable avalancha narrativa se sostiene en el trabajo de los actores. Casi podría decirse que las “historias” (ese elemento en el que se dice que radica el centro de todo) no son más que el pretexto para que se desarrolle un arte antiguo tan indispensable como indescriptible. Dicho de otra manera: el personaje es el mero vehículo para que el actor continúe un rito arcano. Las historias y argumentos “importan” tanto individual como colectivamente: esa suma representa a lo humano. Y lo humano es tan complejo e incierto como el arte del actor, que en efecto, parece descansar, como lo humano, en el no saber.
          El trabajo del actor queda comprendido en una escala en uno de cuyos extremos está el conocido desempeño comercial, mayoritario, de su trabajo. Lo que hay en el extremo opuesto de esa escala es descrito por Peter Brook cuando habla del gran místico del teatro: “El trabajo de Grotowski lo lleva a penetrar cada vez más profundamente en el mundo interior del actor, hasta el punto en que éste deja de ser actor para convertirse en el hombre esencial. Para ello se requieren todos y cada uno de los elementos dinámicos del drama, de tal manera que se pueda exprimir cada célula del cuerpo para que revele sus secretos” [Peter Brook: With Grotowski: Theatre is Just a Form, The Grotowski Institute, Wroclaw, 1980].


No saber: la distancia temporal

John Lennon decía en su última entrevista que siempre tenía tres álbumes de canciones nuevas preparadas en la cabeza, y que no podía hablar del álbum que estaba grabando en ese momento: “No puedes hacer un álbum y discutirlo al mismo tiempo; no puedes interpretarlo al mismo tiempo que lo haces. Ni siquiera sabes lo que estás haciendo: estás demasiado metido, no puedes ser objetivo al respecto. No puedes hablar de eso porque no estás consciente de lo que estás expresando, y a veces me toma dos o tres años para ver realmente lo que es. Hablar de una obra en proceso es como invitar al ensayo de una obra de teatro; incluso al día siguiente de la noche del estreno puede cambiar”.
          Es en este sentido que el actor no sabe lo que hace, y si habla de ello no toca el centro mismo de la experiencia sino únicamente lo incidental. La diferencia con el músico (según la declaración de Lennon) es que el actor nunca tiene esa suficiente distancia temporal para juzgar su trabajo. Si ve una película en la que actuó años atrás, le sorprenderán sus logros y recordará algo de su proceso técnico, pero seguirá sin saber cómo hizo lo que hizo; una súbita conciencia profunda, una “objetividad” podría causar que su trabajo actual sufriera.
          Casi podría decirse que el actor crea una barrera para que la “objetivización” y lo “objetivo” no lleguen a tocar el núcleo mismo de su personalísima forma de expresión. Parafraseando a T.S. Eliot, podría decirse que el mal actor es inconsciente cuando necesita ser consciente, y consciente cuando requiere ser inconsciente.
          A este respecto resulta iluminador un diálogo de la película Ex Machina (escrita y dirigida por Alex Garland en 2014). Un genio de la computación, Nathan (Oscar Isaac) intenta explicar a un brillante novicio, Caleb (Domhnall Gleeson), la relación entre saber y hacer, y para ello utiliza como ejemplo una pintura de Jackson Pollock. Le dice que Pollock deja la mente en blanco y deja a su mano ir a donde quiera: “no es algo deliberado, ni tampoco al azar, sino algo a mitad de camino; lo llamaron arte automático”. Y entonces especula: “¿Qué tal si Pollock hubiera invertido el desafío?, ¿qué tal si en vez de hacer arte sin pensar, se dijera ‘No puedo pintar nada a menos que sepa exactamente lo que estoy haciendo’?, ¿qué habría pasado?”. Caleb responde: “Nunca habría dado un solo brochazo”. Nathan se muestra totalmente de acuerdo: “El desafío no es actuar automáticamente. Es encontrar una acción que no sea automática, desde pintar hasta respirar, hablar, hacer el amor, enamorarse...”.
          He ahí un ángulo muy fértil para el intento de comprender la experiencia del actor: acaso el gran reto de éste no radica en buscar un estado “automático” en el que su intelecto se suspenda para entonces dejar que su cuerpo y sus emociones vayan a donde quieran (como numerosos actores afirman), sino encontrar una sola acción que no sea automática, tanto en sí mismo como en el personaje. En la visión de esta película, todo es determinista y los seres humanos son objeto de todo tipo de programaciones: el inmenso desafío consiste, pues, en encontrar una primera acción espontánea, es decir, libre. Esta sería la misión ulterior del verdadero actor: mostrar a sus semejantes que es posible una libertad emocional, gestual, expresiva, corporal, surgida a mitad de camino entre el saber y el hacer.




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