martes, 5 de noviembre de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXXIII: Apuntes finales 4)


DGD: Textiles-Serie negra 32 (clonografía), 2012

(XXXIII) Apuntes finales 4

En el capítulo 69 de Moby Dick, Melville se refiere a las anotaciones apresuradas que a veces se hacían en la bitácora de un barco acerca de ciertas coordenadas marítimas (“Bajío, rocas y rompientes por aquí: ¡cuidado!”); de vuelta en el puerto y una vez que esa bitácora se difundía, tales apuntes pasaban rápidamente a formar parte del acervo (la tradición) de los navegantes, que marcaban esa zona como “peligrosa” sin haber estado ahí. O incluso si habían pasado por ese punto, igualmente lo tachaban en sus cartas marinas pensando que habían tenido la suerte de no toparse con su riesgo letal. Esta fe en las advertencias se justificaba por las atroces historias de los múltiples naufragios en la época; el menor rumor era considerado valioso a partir del refrán “más vale prevenir que lamentar”; mejor que resultara una advertencia falsa que arriesgar el barco, la tripulación y la carga. Pero ¿cómo iba a revelarse como advertencia falsa si de cualquier manera todas las embarcaciones evitaban esa área maldita?
          Melville exclama:

Y durante años después, quizá, los barcos esquivan ese sitio, dando un salto sobre él como las ovejas tontas saltan sobre un vacío porque su guía, al principio, saltó ahí, cuando alguien sostenía un palo. ¡Ahí está, les digo a ustedes, su ley de los precedentes; ahí está la utilidad de sus tradiciones; ahí está la historia de su supervivencia obstinada de viejas creencias jamás cimentadas en la tierra, y que ahora ni siquiera se ciernen en el aire! ¡Ahí está la ortodoxia!

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La historia a la que Melville alude, la de las ovejas y el guía, se basa en una vieja tradición: se decía que si un bell-wether (un carnero que lleva una campana en el collar para dirigir a otras ovejas) saltaba sobre el bastón de un pastor, las otras saltarían también, del mismo modo y en el mismo sitio, aun después de que el bastón hubiera sido retirado. En sentido amplio (y en terrenos de la propaganda y la publicidad, aliadas cercanas del conductismo) se llama bellwether a cualquier elemento que, en un ámbito determinado, influye en las tendencias generales o crea una nueva tendencia. La palabra bellewether proviene del inglés medieval (siglos XII a XV) y se refiere a la práctica de colocar una campana en el cuello del carnero (wether) que conduce a un rebaño de ovejas. Incluso aunque el rebaño estuviera fuera de la vista, sus movimientos podían ser adivinados al escuchar la campana.

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La segunda mención es lo que en el aparato inglés de justicia se conoce como Law of Precedents: una práctica según la cual las resoluciones y decisiones que toman los jueces se basan en las resoluciones y decisiones de jueces anteriores. Paradójicamente, se evita “sentar un precedente” (abrir un camino nuevo) por medio de apegarse al modo precedente de actuar.

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Acaso no hay en toda la literatura una definición más severa y despiadada de la ortodoxia, es decir de la ciega cadena de las “tradiciones”, así como de su origen (el bellwether) y de su perduración (la ley de los precedentes). Las tradiciones, que sumadas forman la tradición, no serían, para Melville, más que supersticiones vacías, viejas creencias jamás cimentadas en la realidad. Ni siquiera son frenos: son una rotunda y asfixiante inmovilidad, hipócrita y neciamente vestida de “progreso” y “evolución”.
          En realidad nada progresa ni evoluciona, puesto que la “tradición” (para seguir con la metáfora melvilliana) ya no es el mapa, sino el cúmulo de taches sobre él, esas “advertencias” que se vuelven precedentes para “ya no pasar por ahí”, y que van reduciendo el mapa a un único camino “seguro”. Así es como se construyen los “límites” humanos.

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En 1960 Tomás Segovia escribía unas líneas que son aún más vigentes medio siglo después: “somos una generación sin maestros, o mejor dicho sin padres: una generación huérfana. Que uno u otro tenga tal o cual preferencia privada y como casera, tales o cuales maestros con los que está encariñado y que admira hasta cierto punto, no cambia en nada esta situación: ése no es un lazo carnal y sanguíneo, una especie de destino que aceptar, o con el que hacer algo, o contra el cual rebelarse. Tenemos maestros del oficio, tenemos quizá tíos muy queridos; pero seguimos sin padres”.
          La tradición manipulada es eso precisamente, un suplantar a los padres, un darnos padres putativos que basan su “paternidad” justamente en dejarnos sin padres verdaderos, en ayudarnos a olvidarlos, a no necesitarlos, a sepultarlos con un afán que es casi una venganza.

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La crítica es primordial vocero de esa “ruptura” que consiste en un parricidio pueril y fundamentalmente predatorio. Lo que llamamos crítica, dice Segovia, “cuando existe, no es tal: es ‘efemérides’, simple crónica evanescente, indiscriminada y por lo tanto sin fundamento. No debemos cansarnos de repetir que la crítica no es la paja, sino la criba con que se cierne”.

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La “crítica” ya ni siquiera tiene un lugar en los media: ha quedado aislada del gran público para ser remplazada por la efeméride, el fervor de lo actual, la prisa de las innovaciones, “esa carrera —escribe Segovia— a través de una fugacidad que prolifera más y más vertiginosamente cuanto más locamente nos disparamos en su persecución, y en la que nos hundimos cada vez más como en un vicio colectivo”.
          Las “actualidades”, las modas, las precipitaciones y carreras tienen un fin principal: mantenernos dispersos y sin aliento con objeto de que ya no podamos escoger profundamente, esto es, elegir en la profundidad. Por lo demás, los media nos convencen, incesantemente, de que no hay más que superficie.

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Segovia deslinda el territorio:

Esta manera desnuda y simplificada de vivir sin pasado tiene sin duda su hermosura, como se ha señalado a veces cuando se habla de “continentes jóvenes” y especialmente cuando los que hablan son pensadores del “viejo continente”. Pero ahora que vivimos también, y no por gusto, sin porvenir; ahora que las amenazas apocalípticas por un lado, y la extrañeza sobrecogedora, por el otro, ante un futuro cada vez más inimaginable, nos impiden tener esa meta concreta, cercana y nada metafísica, sino razonable y visible, que sostenía un optimismo emprendedor del que fueron ejemplo a principios de siglo [XX] los Estados Unidos; ahora que para nadie es fácil ni simple confiar y esperar, porque nadie es inocente; ahora precisamente se nos hace agobiante vivir en ese perpetuo presente sin memoria que es el clima de la inocencia; porque nadie puede ya esperar la llegada del futuro como tranquilo cumplimiento del presente, y vivir así, suspendidos al borde del precipicio, a menos que se tengan raíces, sólo puede ser un vértigo estupefaciente para no pararse a pensar, en cuyo caso ya no tiene nada de frescura ni de optimismo.

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Segovia habla de un arraigo “que no consiste en conservar una tradición, sino en vivirla, en cambiarla, en situarnos ante ella, es decir en usar de veras esa tradición”, lo cual significa articular a la cultura y no fijarla. “Vivir arraigado es vivir con literatura, o más exactamente vivir con poesía, usar la poesía. La poesía, en su ubicua multiformidad, es la memoria viva, la memoria nutricia y circulante, tanto en nuestras existencias como en nuestra historia de pueblos”. Para Segovia, el estado de orfandad de los artistas jóvenes “consiste en que la poesía disponible no se usa, no circula, no es nuestra moneda cotidiana con que ejercer un comercio no de precios, sino de asimilaciones sanguíneas”.
          E insiste en que la palabra tradición “no es enterrarnos con nuestros muertos sino hacerlos vivir entre nosotros”. Y por ello le parece esencial “que cada quien empiece a escoger a un padre al que devorar e incorporar, sacramental antropofagia necesaria y hermosa, única comunión verdadera por la carne y la sangre poéticas que no se veneran, sino que se comen repetidamente”.


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