jueves, 15 de marzo de 2018

El misterio de los actores y de la actuación (XIV)

DGD: Morfograma 14, 2018.



El umbral

La idea de “engañar” al actor, que bien podría suscitar ciertas susceptibilidades morales, queda conjurada —al menos en principio— por dos consideraciones; la primera es que, si bien Antonioni afirma que el actor debe ser sujeto de una trampa, es porque infiere que el actor —sobre todo el de cine— se presta a ser engañado en el sentido de que requiere de su guía el impulso, el pretexto, para cumplir lo que parece el más alto punto del oficio de la actuación: establecer el umbral que le permitirá “salir” de sí mismo y “entrar” en el personaje. Que ese umbral existe en todo actor es la única certeza que puede manejarse en este ámbito, porque cada uno —independientemente de que sea amateur o profesional, niño o adulto, intelectual o instintivo— elige qué lleva consigo cuando “sale” de sí mismo (resulta muy arduo postular a un actor que no lleva nada y que comienza desde cero en su personaje, puesto que aun el actor que se despoja más, presta al personaje su cuerpo, su fisonomía, su voz).
          La otra consideración estriba en colocar ese “engaño” en la misma perspectiva de cualquier otro en el arte mismo, en donde, cualquiera que sea el territorio (teatro, cine, artes visuales, literatura, música), la materia prima y la primera convención son el engaño, es decir, simulación, representación, simulacro, metaforización, juego de convenciones, etcétera.
          Las objeciones serán, pues, de otro orden, por ejemplo la de quienes se indignan ante la idea de “engañar” al actor —y más aún de que éste se deje engañar y hasta lo demande—, arguyendo que hay mucho de “nudo freudiano” cuando se define de tal modo la relación entre director y actor. Este último se definiría por la sumisión con la que se deja dirigir por una “mano dura” que llega a justificarse diciendo que el actor no debe entender a su personaje sino serlo, mientras que el director es el único que entiende, y a tal grado, que limita su diálogo con el actor a una serie de engaños más o menos sutiles. (Antonioni implica que es más fértil la enemistad que la amistad entre actor y director.)
          Los partidarios de la “mano dura” llegarán entonces a argumentar que, aunque no hubiera un director todopoderoso y omnicomprensivo, el actor, en última instancia, se engañaría a sí mismo, de maneras indescriptibles porque son individuales, con objeto de cruzar el umbral. E incluso dirían que ese autoengaño es sagrado, puesto que se conecta con el gran simulacro del arte, que ofrece verdades a través de un concierto de mentiras, y que a fin de cuentas también el espectador —y ya no sólo el de cine— quiere ser engañado, es decir, acepta con gusto la convención de que lo que está viendo es “real” y llama buena actuación a aquella que lo lleva, primero, a la credibilidad, luego a la fe y finalmente a la identificación y la catarsis.
          Por medio de un ejemplo, Ingmar Bergman ilustra la complejidad del trabajo del actor como un apego doloroso a una forma del orden sagrado:

Cuando tenía doce años tuve la oportunidad de acompañar detrás del decorado a un músico que tocaba la celesta en la pieza de Strindberg El ensueño. Fue una vivencia que se me grabó a fuego. Noche tras noche yo era testigo, escondido en la torre del proscenio, de la escena matrimonial entre el Abogado y la Hija de Indra. Fue la primera vez que experimenté la magia del actor. El Abogado tenía una horquilla entre el pulgar y el índice. La retorcía, la enderezaba y la partía en trozos. No había horquilla alguna, pero ¡yo la veía! El Oficial, detrás de la puerta del decorado, esperaba el momento de entrar en escena. Estaba inclinado hacia adelante contemplándose los zapatos, las manos a la espalda, carraspeaba silenciosamente; era una persona completamente corriente. De pronto abre la puerta y entra a la luz del escenario. Se transforma, se convierte en el Oficial, es el Oficial.


La página en blanco

Un admirable ejemplo del actor que llega a la humildad absoluta puede observarse en el documental Tokyo-Ga (1985), en el que Wim Wenders entrevista a Chishu Ryu, actor de cabecera del gran Yasujiro Ozu. Ryu explica que Ozu le daba instrucciones que él cumplía al pie de la letra, sin que el menor pensamiento interviniera. En muchas de estas películas, Ryu interpreta a personajes mayores de la edad que tenía en el momento del rodaje. Recuerda:

En esa época yo tenía 30 años y la edad de mis personajes era de 60. Era más importante parecer un hombre de esa edad que actuarlo. No debía preocuparme por nada más que por parecer viejo. Ozu siempre me decía cómo hacer las cosas, y yo ejecutaba sus órdenes sin pensar en ello. De todos modos, actuar bajo la dirección de Ozu no era poner las experiencias propias en un personaje, sino que debían seguirse las instrucciones de Ozu puntualmente. Bajo la dirección de Ozu aprendí a olvidarme de mí mismo, a convertirme en una página en blanco. Sólo pensaba en mi trabajo y eso significaba, sobre todo, jamás tener nociones prefijadas acerca de nada. Por el contrario: ¿cómo acercarse lo más posible al concepto de Ozu?, ¿cómo moverse en armonía con las instrucciones del maestro? Mis pensamientos estaban clavados en estas preguntas y esta era toda mi preparación.




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