domingo, 26 de junio de 2016

El claro del ojo




DGD: Textil 139 (clonografía), 2016

[Otro fragmento de novela en proceso.]

Bien intuye Saramago que los bosques no surgen en cualquier lugar de cualquier modo: crecen en torno a ciertos puntos que luego se conocerán precisamente como “claros del bosque”. Son ciertos remansos de silencio a los que los bosques rodean y protegen; van creciendo en torno a esos vacíos primigenios, a esos templos delicados, y sucede que los circundan con tanta celosa espesura que los vuelven por completo inexpugnables, a no ser que el caballero del cuento reciba la guía de espíritus protectores a través del bosque durmiente y laberíntico.
          El laberinto crece en torno a su centro, y ese centro lo es sólo porque un laberinto surge a su alrededor y lo resguarda. Dialéctica del claro del bosque: claro y bosque se dan mutuamente sentido sagrado.
          Pensar pues en los conjuntos: de árboles, de estrellas, de células, de seres humanos, de años... ¿Todos ellos nacerían para cubrir y coronar un vacío primigenio, un centro sagrado, un claro del bosque, de la constelación, del cuerpo, de la humanidad, del tiempo?
          Vieja certeza: desde el ojo irradia el mandala; en torno a la hostia se fragua la Santa Custodia; alrededor de la figura astral se arman las piezas del rosetón gótico; a partir de la bóveda del dios se levanta la pirámide; envolviendo al ónfalo se yergue el templo; en órbita sobre el punto de encaje danzan los dólmenes y los menhires.
          Ahí está la cámara de las nupcias alquímicas, mas para saber dónde hay que esperar que Delfos, el Monte Olimpo o Varanasi se construyan en torno a ellos. Y ya se sabe: el centro puede ser cualquier punto, si no es que los milenios hacen que cada punto de la constelación sea nuclear.
          El vacío central que atisba el Zen: ¿imagen del claro del mundo, del claro de la vida, del claro de la realidad? Buscar en las aglomeraciones aparentemente arbitrarias el centro que esconden y que es a la vez su origen y su meta: aquel que las hizo nacer y aquel al que dan sentido y del que lo reciben. Buscar el claro del ojo, el secretísimo vórtice de las imágenes.

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sábado, 18 de junio de 2016

Galería



DGD: Redes 31 (clonografía), 2008

 
[Fragmento de novela en proceso.]

Si me asomo a los encuentros queda como una pintura misteriosamente ignorada en la galería, con una firma ilegible, mínima, socarrona, que de nada vale descifrar bajo cualquier sistema. Hay un légamo que no perdona, una criptografía fuera de tono.
            La suma de lo hablado no es sino otra cifra para sumar, ecuación sin ecuanimidad, factor sin factoría, humo sensitivo, tristeza de peces en el acuario.
            Nos miramos, sí, pero la pecera se interpone. Nos hablamos, sí, pero el agua conduce a su modo a los sonidos.
            Busquémosle la firma, sin remedio. Somos los colores en la paleta y vamos pintando poco a poco. No elegimos pinceles ni texturas. De un momento a otro llega el último trazo y de nada sirve querer que todavía. El artista impone la firma y a otra cosa. No fuimos el pintor, no somos la pintura: el dibujo está terminado y ya demanda vida propia.
            Sin nosotros no habría sucedido, pero ni el color tenemos claro, ni la mano que combinó y matizó, ni la tela que recibió la obra.
            Se terminó, ya estuvo, a otro caballete. La pintura se va a la galería a ser misteriosamente ignorada, con una firma ilegible, mínima, socarrona.


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domingo, 5 de junio de 2016

La oscuridad de Rayuela



DGD: Textiles-Serie negra 3 (clonografía), 2008


“Sí, pero...”, dicen algunos lectores de Rayuela, jugando con la verdadera frase inicial de la novela (la del capítulo 73), y hacen una pregunta que no deja de cimbrar: vista de manera seca y escueta, Rayuela es la historia de un latinoamericano que viaja a París y ahí cae en el infierno; regresa a la Argentina y... cae en el infierno. ¿De dónde la luminosidad que algunos insisten en ver en la novela? Esta pregunta específica no parece haberse hecho a Cortázar, pero sin duda la respondió indirectamente, por ejemplo cuando se refiere a la sugerencia de suicidio del protagonista en el desenlace, posibilidad que el autor dejó deliberadamente abierta, a decisión del lector. Por su parte, ya considerándose un lector más de Rayuela, Cortázar opinó sin cesar que negaba la opción de que Horacio Oliveira se lanzara al vacío, aun cuando podría parecer que el salto “va” más con los postulados del propio Oliveira, que se pasa la novela lanzándose de cabeza contra todos los muros, una y otra vez, negándose a las falsas esperanzas, a las tranquilizaciones de todo tipo, a las ramplonerías optimistas al uso.

Incluso en una carta Cortázar parece alejarse de un “salvar” a Oliveira:

Vos decís al final que Horacio, “al borde de su aniquilación, cede —¿hasta cuándo? — ante ese llamado de lo humano en lo más puro y valioso que podía proponerle”. A vos te diré esto, que es absolutamente la verdad: yo no sé si Horacio cede. La remisión al infinito de los dos últimos capítulos, y el final del episodio en el manicomio (¿se tira o no se tira Horacio?) son mi manera de dejar también abierta esa cuestión. Me gusta que vos hayas creído lo que has escrito, porque también puede ser. Después de todo, Horacio es tan tuyo como mío, quiero decir que vos vivís un Horacio al leer el libro, como yo viví otro (o el mismo) al inventarlo. Y quizá, además de esos dos Horacios, hay un tercero: Horacio mismo, del que ni vos ni yo sabremos jamás el final. [Carta a Ana María Barrenechea, París, abril 19 de 1964.]

Y sin embargo... Existe también este otro enfoque sobre el problema: “no creo en las claridades apolíneas a priori, sino que la luz me parece siempre un término de la sombra, y pienso que hay que tirarse en plena noche cuando de verdad se merece lo que pocos ven, un amanecer que empieza sobre los tejados” (carta de Cortázar a Graciela de Sola, París, 5 de abril de 1966).

Porque a fin de cuentas Oliveira no va simplemente a lanzarse al vacío sino que va a hacerlo en dirección a una rayuela de tiza dibujada en el piso allá abajo, es decir que se va a convertir en el tajo, va a hacer su jugada final: “hay en mí una fuerza terrible y obsesionante que me dice que hay que seguir tirando los tejos fuera del perímetro del sapo” (Carta a Néstor Tirri, París, diciembre 4 de 1968).

Acaso la opción que queda abierta para el lector no es la de creer que Oliveira se lanza o no, sino la de que el salto de este personaje es literal (con lo que se acaba la discusión) o metafórico (con lo que la discusión comienza al colocarse en otro nivel más importante). La fascinación que Rayuela ha despertado desde su aparición en 1963 proviene acaso de la intuición de que el salto es metafórico, y equivale a un segundo nacimiento, del mismo modo en que la alquimia habla de la calcinación indispensable para la reconstitución. Un Oliveira-fénix es más útil que un Oliveira-suicida. Los lectores de Rayuela, con su propio fervor, han “votado” por un segundo nacimiento, por una luminosidad después de la más densa tiniebla.

Luminosidad, por lo tanto, que quedaría del lado de lo colectivo: Oliveira salta para integrarse en la Rayuela-humanidad. Puede volverse a aquella carta a Ana María Barrenechea de abril de 1964:

Y cómo me gusta que hayas citado la frase de la p. 507 sobre el rechazo de toda salvación “individual”. Aquí en París vivo rodeado de gente muchas veces extraordinaria, pero para la que su “cielito personal” basta y sobra. A mí también me bastó durante muchos años, y quizá fue bueno, porque hay que ser muy duro a veces para cumplirse. (Esa actitud casi insoportable de Cristo con su madre...) Pero llega el momento en que se descubre una verdad tan sencilla como maravillosa: la de que salvarse solo no es salvarse, o en todo caso no nos justifica como hombres. El Oriente encontró la fórmula opuesta; pero nosotros, esclaves de notre baptême [esclavos de nuestro bautismo], no podemos refugiarnos cómodamente en el gran escape de la liberación individual. Por eso el tema de la piedad es otra de las constantes de Rayuela, como lo es de mi propia vida actual; por eso el sentimiento de culpa, de no estar haciendo nunca lo que quizá debería hacer...

Los lectores que se extrañan de que una novela de argumento tan aparentemente oscuro pueda generar tanta luminosidad, resumen a Rayuela en estos términos: “te enseña a dudar de todo, pero también te muestra qué pasa con los que dudan a fondo: se alienan, caen en un caos interior autodestructivo”. Acaso es por eso que Cortázar deja abierta la opción; si hubiera hecho saltar a Oliveira, habría optado, en efecto, por el “castigo” al inconforme, al cuestionador, al “cazador de lo imposible”; habría afirmado que buscar el centro es destructivo y que mejor es quedarse en la periferia, dolorido pero vivo; habría terminado, pues, por colaborar con el establishment, que no se cansa de advertir lo que “pasa” a los “soñadores” (los utópicos) y a los anarquistas.

Pero también si hubiera hecho lo contrario, si hubiera claramente “salvado” a Oliveira, no habría hecho algo demasiado diferente, puesto que en este caso habría apostado por algo peor, el optimismo bobalicón de los media, el il faut tenter de vivre, el “hay que ir tirando”, el “hay que echarle ganas”, todas ellas fórmulas del desencanto y de la derrota.

Aquel pesimismo y este optimismo terminan por ser idénticos, puesto que ambos benefician al poder: el optimista termina insertándose en el aparato y el pesimista se inmoviliza y él solo se saca del juego. Era, pues, indispensable, dejar el desenlace abierto, es decir, optar por ese tercer Horacio que ya no es ni el del autor ni el del lector, sino “Horacio mismo, del que ni vos ni yo sabremos jamás el final”.

Decir “tercer Horacio” es decir “tercer camino”, algo que soluciona a la fácil dicotomía entre optimismo y pesimismo, y que queda necesariamente en la responsabilidad de cada lector. Si hay en Rayuela un “libro A” (la novela convencionalmente construida, de lectura lineal que prescinde sin remordimientos de los “capítulos prescindibles”, y que es muy oscura en efecto porque está despojada del juego) y un “libro B” (el juego mismo, el ir y venir entre capítulos —73-1-2-116-3-84...— con todos sus riesgos y vilos), hay también un “libro C”, que es el lector. Sólo éste puede decidir, primero, si hace suya la violenta e insobornable renuncia existencial de Oliveira, y luego, si la usa como percutor para encontrar un tercer camino fuera de las dicotomías.

Para ello es necesario regresar a la frase inicial de Rayuela, y sobre todo a sus dos primeras palabras: “Sí, pero...”. A los lectores que sienten la fuerza que hay en Rayuela pero usan su desenlace aparentemente negativo u oscuro para negar a esa fuerza, podría decírseles eso mismo: si Rayuela tiene tanto poderío es porque, contra todas las evidencias —todas las verdades de la ciencia y de la historia, todas las sensateces del ciudadano que prefiere alinearse al sistema—, hay desde el mismísimo origen en esta novela un “Sí, de acuerdo, todo eso es muy cierto y muy coherente y verosímil y hasta indiscutible, colmado de razones elocuentes, de ejemplos atemorizantes, de horrores sin fin”, y sin embargo, a la manera shakespeareana (and yet, and yet), hay un espíritu que vive, por más vulnerable, solitario y condenado que parezca, un espíritu que, como el de la infancia, se niega a morir, a dejarse derrotar, doblegar, acallar, y que está representado en esa valerosa palabra que es en Rayuela el centro mismo: pero.