jueves, 6 de agosto de 2015

Toda limitación es ilusoria



DGD: Redes 35 (clonografía), 2008


Ya Voltaire en Cándido se burló lúcidamente de la idea leibniziana del “mejor de los mundos posibles” (“no hay delicias extremas, ni tormentos extremos que puedan durar toda la vida”, escribe Voltaire; “el soberano bien y el soberano mal son, pues, dos quimeras”), pero aun este tipo de delirios son adoptados por quienes tienen una tesis pre-existente y buscan novedosos modos de “demostrarla”. Así la ardiente defensa del sacerdote y filósofo italiano Antonio Rosmini (1797-1855) que, siguiendo estrechamente a Malebranche, dijo que la posibilidad de un mundo mejor no tiene realmente sentido: “Cualquier mundo creado por Dios debe ser el mejor posible”, afirmó, “respecto a su especial propósito, separadamente del cual ninguna bondad o maldad puede predicarse de él”. Pero fue Bertrand Russell quien dio una respuesta más contundente: “En una infinidad de mundos posibles, el mal debe entrar en varios de ellos, y hasta el mejor de todos debe contener mal”.

Si en vía experimental se unen los postulados de Leibniz con los de Russell, el resultado es aterrador: si este es el mejor de los mundos posibles y contiene tal monstruosa cantidad de mal, ¿cómo serán los demás mundos? (En este caso Leibniz habría querido decir “el menos peor de los mundos posibles”.) La de Russell parece una mera refutación inteligente, pero contiene algo mucho más subversivo: la definición del mal metafísico como la mayor limitación imaginable. Sólo por eso es la “fuente del pecado y del dolor”. Este supremo mal, abstracto e intangible, es acaso la mayor obsesión de la literatura, como muestran la ballena blanca de Melville o el cuervo de Poe. El único medio posible para librarse del mal metafísico sería volverse Dios, quien al parecer es el único que no lo padece, puesto que la divinidad no tiene límites; sin embargo, paradójicamente tiene un solo límite: la creación misma, que es creación de lo finito, es decir, de lo limitado.

La ardua idea de que lo infinito sólo puede crear a lo finito puede verse como un punto de mera “lógica sin revelación” (“lógica utópica” o, si se quiere, de “razón sin intuición”), pero también como la mayor trampa racional jamás creada por la mente humana. O la creación es una parte del creador, o no lo es. Si lo es, esa parte es infinita en sí misma; si no lo es, ¿puede llamarse creación? Un creador infinito no puede crear algo finito (de nuevo, bajo la “lógica sin revelación”). No es, como Leibniz supone, que quiera darlo todo a su creación pero no pueda, porque entonces ello correspondería a “hacerla Dios”, es decir a convertirla en un sinónimo de la propia divinidad. Por más que deseara limitarse y sólo ceder un “mínimo de infinito” a su obra, ella sería infinita en sí misma. Aunque no quiera, Dios, al crear, lo da todo a su creación.

Este dilema lógico sólo puede resolverse a través de una ficción mítica de dos caras. En la primera, Dios, que a fin de cuentas es omnipotente y cuyos designios son inconmensurables, encontró la forma de crear a lo finito. En la segunda, tuvo que “engañarse” de alguna manera, o que insertar en la creación una especie de trampa, una representación tendiente a que lo infinito no se notara. Según esta segunda ficción, el universo es infinito y la razón no puede darse cuenta de ello; Dios quiso limitar a su creación de modo aparencial, metafórico, operativo, justamente para experimentar lo que es imposible en su infinitud. Por tanto, los límites no existen sino como apariencias, metáforas y cuestiones operativas. Toda limitación es ilusoria; y si el mal equivale a una barrera, el mal es también ilusorio.

Una cierta idea teológica parece confirmar a esta segunda ficción; hablando del pecado, santo Tomás afirma que “los pecados veniales se multiplican en el hombre, pero el edificio espiritual se mantiene, y por éstos el hombre sufre, ya sea el fuego de las tribulaciones temporales en esta vida, o en el purgatorio después de esta vida y sin embargo, obtiene la salvación eterna”. ¿Es el purgatorio, pues, la imagen metafórica de una zona intermedia entre lo finito y lo infinito, en la que se da la imposible transición entre lo limitado y lo que no tiene límites: materia y espíritu, tiempo y eternidad, ilusión y realidad, perfección e imperfección?

Esta idea de lo finito surgido de lo infinito aparece para explicar —casi diríase, para justificar— el mal en el mundo (puesto que lo finito o imperfecto necesariamente incluye al mal y un mundo sin mal es imposible). Pero entonces, ¿de qué serviría al hombre volverse Dios, si sólo podría crear algo finito, como lo es el hombre mismo? ¿No es el ser humano ya en sí, ahora mismo, capaz de crear lo finito? ¿No es, ya aquí mismo, un dios? Sin embargo, esa imagen permanece como deseo: el hombre quiere crear mundos, así sean finitos, pero quizás en el fondo lo que quiere es escapar de Dios.

El camino de los supremos esfuerzos de la razón (o de la imaginación) es largo, y cada quien siente la necesidad de llevar agua a su molino. Existe incluso una versión matemática del mal, la del filósofo italiano Terenzio Mamiani, que aprovechó el impulso cientificista de Leibniz y Malebranche para afirmar que el mal es inseparable de lo finito pero que tiende a desaparecer, como todo lo finito, al aproximarse a su unión final con el infinito. El hombre no quiere desaparecer en tanto finito, es decir, en tanto hombre, y la única forma de perdurar es volverse infinito, esto es, dejar de ser hombre. ¿Es ese, entonces, su máximo deseo?

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Bibliografía

Bertrand Russell: A critical exposition of the philosophy of Leibniz (1900), Routledge, Brighton-Nueva York, 1993. [Exposición crítica a la filosofía de Leibniz, Ediciones Siglo Veinte, Buenos Aires, 1977.]

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[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]


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