viernes, 27 de junio de 2014

Notas dispersas a La cura de luz, II


DGD: Redes 116 (clonografía), 2009

En ciertas ciudades cercanas al ecuador hay un exceso de luz y de calor. Las actividades se detienen por varias horas poco después de medio día, y en pleno furor solar las personas suelen tomar una siesta corta. Se refugian en lo fresco de las habitaciones, en lo oscuro de sí mismas, pero no pueden separarse del todo de un ámbito en el que, unos cuantos metros más allá de donde duermen, vocifera el incendio. Estas siestas deben ser cortas si son curaciones, porque si se prolongan se vuelven contraproducentes: si se le da tiempo, el incendio circundante parecería que alcanza a llegar al sueño: al despertar el individuo se siente letárgico, pesado, probablemente lo aqueja dolor de cabeza.

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Otra cosa es el jet-lag, los efectos del cambio de horario en aquellos viajeros que cambian de continente y llevan la noche de un hemisferio al día del otro. Ante todo los pilotos de aviación conocen este trastorno, que a veces combaten con antidepresivos: una atroz somnolencia combinada con insomnio. Un estar atrapado a mitad de camino, sin poder dormir, sin poder despertar. El jet-lag (también llamado descompensación horaria, disritmia circadiana o síndrome de los husos horarios) se parece en eso al sonambulismo: ambos son un requerimiento de luz, ya sea la luz refleja (noche) para inmovilizar al cuerpo físico y movilizar al cuerpo sutil (sueño: un estar en todas partes), o bien la luz directa (día) para movilizar a los músculos e inmovilizar a la conciencia (vigilia: un estar aquí y ahora).

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Pero hay un jet-lag colectivo, un sonambulismo apenas metafórico; no son pocos los autores  que advierten que, en las sociedades occidentales, el individuo “recorre los días de su vida como un autómata, anestesiado, atrapado por el engranaje de la máquina del mundo” (Charles Reich, The Greening of America). En realidad son innumerables las voces que se han levantado en esta denuncia, y sin embargo la opinión pública las sigue escuchando (cuando las escucha) como casos aislados: aislados, precisamente, por el carácter tan polémico como fundamentado de la denuncia.
          Neil Postman afirma que este sonambulismo se debe a la rendición total de la cultura a la tecnología (Technopoly, 1992), y Langdon Winner agrega que, dominados por la “tecnomanía”, “caminamos como sonámbulos por el mundo que hemos creado, ajenos a lo que hemos perdido, sin pensar en las consecuencias de las decisiones que no hemos tomado” (Newsday, noviembre 23 de 1997). Este “insomnio sonámbulo” colectivo ya no tiene que ver con la situación geográfica y la presencia o ausencia de luz solar, sino con una especie de oscuridad apenas metafórica que cubre al mundo dominado por el tecnopolio.

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Los estragos que causa en el individuo la presencia del día en la noche y de la noche en el día parecen multiplicarse en la colectividad. El ser humano parece exclamar, como Tamino en La flauta mágica, cuando de noche se queda solo en el patio del palacio: “¡Oh, noche oscura! ¿Cuándo vas a desaparecer? ¿Cuándo voy a encontrar luz en las tinieblas?”.

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Es una pesadilla recurrente en la historia humana, la de andar en un entorno oscuro con una débil lámpara en las manos. Qué antigua la admonición de Proverbios 20:20: “Se le apagará su lámpara en oscuridad tenebrosa”. En la literatura abundan descripciones como “De pronto se apagó la luz y todo quedó a oscuras”. Pero el mito indica lo contrario: de pronto se encendió la oscuridad y todo quedó iluminado. Podría argumentarse que no hay ninguna simetría: cuando la luz se apaga, en efecto, todo queda a oscuras, pero cuando la oscuridad se enciende es apenas “algo” lo que queda iluminado, en comparación con lo que permanece en las tinieblas. Así pues, aquella frase debería terminar “y mi camino quedó iluminado”, lo cual implica un matiz esencial: “yo quedé iluminado”. Esa esencialidad implicada podría enunciarse de otra forma: “de pronto se encendió la oscuridad y yo recordé que soy luz”.



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