miércoles, 16 de octubre de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXXI: Apuntes finales 2. Más acerca de los sobreentendidos)


DGD: Textil 129 (clonografía), 2010

(XXXI) Apuntes finales 2. Más acerca de los sobreentendidos

El discurso de la conveniencia es una cierta interpretación del mundo y del hombre que el poder esgrime según sirve a sus intereses en determinada circunstancia histórica para “demostrar” algo o para afirmarse; cuando cambia la circunstancia o son otros los intereses, el mismo poder se basa en la interpretación contraria. Así, cuando conviene justificar la manipulación de masas se exalta lo colectivo, pero cuando conviene alentar la competencia y la “iniciativa privada” se celebra lo individual. O rendir culto a la tradición cuando se trata de ganar el apego de la multitud por medio de explotar su necesidad de permanencia y estabilidad, y en otros momentos reverenciar a la ruptura cuando se trata de legitimar la renovación de cuadros o dar una apariencia de vida cultural activa o de efervescencia intelectual centrada por la crítica.

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El mejor ejemplo de lo acomodaticio es el lenguaje de la abogacía, capaz de presentar la misma acción ya sea como heroica, ya sea como criminal, según la conveniencia del defensor o del fiscal (la justicia, dice Stevenson, cada uno de nosotros la define según sus propias conveniencias). Y aún más evidente resulta en el lenguaje de la política. El discurso de la conveniencia se basa en “declaraciones” pero se encuentra mayoritariamente en los sobreentendidos: lo que “por sabido se calla”, lo que es “evidente por sí mismo”, lo que no necesita explicarse y ni siquiera enunciarse. (Las “declaraciones” son en realidad deoscuraciones.)
          Un ejemplo óptimo es un cuento de Chesterton, “El hombre invisible” (de The Innocence of Father Brown, 1911), en donde el misterioso asesino llega al sitio en donde se oculta su víctima pese a hallarse ésta vigilada por agentes de policía. El criminal pasa en las narices de los vigilantes, por completo desapercibido por ellos. El padre Brown, protagonista de la historia, reflexiona de este modo: “Habrán ustedes notado que la gente nunca contesta a lo que se le dice. Contesta siempre a lo que uno piensa al hacer la pregunta, o a lo que se figura que está uno pensando. Supongan ustedes que una dama dice a otra, en una casa de campo: ‘¿Hay alguien contigo?’. La otra no contesta: ‘Sí, el mayordomo, los tres criados, la doncella’, etcétera, aun cuando la camarera esté en el otro cuarto y el mayordomo detrás de la silla de la señora, sino que contesta: ‘No; no hay nadie conmigo’, con lo cual quiere decir: ‘No hay nadie de la clase social a la que tú te refieres’. Pero si es el doctor el que hace la pregunta, en un caso de epidemia, ‘¿Quién más hay aquí?’, entonces la señora recordará sin duda al mayordomo, a la camarera, etcétera. Y así se habla siempre. Nunca son literales las respuestas, sin que dejen por eso de ser verídicas”. En este ejemplo, es la mentalidad de clases o de castas la que determina al sobreentendido y a la conveniencia.

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La literatura policiaca es, curiosamente, el género que más se ha dedicado a examinar esta mecánica, y lo hace indirectamente, cuando el mejor detective es el que logra deshacerse de las cadenas que son los sobreentendidos y deducir la verdad más allá de las asociaciones automáticas, que invisibilizan el mundo. En el cuento de Chesterton, el elementalísimo recurso empleado por el asesino es vestirse como cartero; así es como se vuelve el “hombre invisible”, puesto que el sobreentendido indica que nadie mira a los carteros.

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De ahí lo subversivo de la novela menos conocida y estudiada de Lewis Carroll, Silvia y Bruno (publicada en dos volúmenes, el primero en 1889 y el segundo en 1893). En esta novela, que fue leída con gran cuidado por Joyce (y a la que homenajea en Finnegans Wake), la libertad del lenguaje se basa ante todo en denunciar de entrada la esclavitud hacia los sobreentendidos, a los que va detonando uno a uno con imborrables resultados.
          La mirada infantil de los hermanos protagonistas se expresa a todo lo largo de Silvia y Bruno en su característica totalmente inusitada. En un momento dado, Bruno jala a un perro de la cola y un adulto le advierte que no lo haga porque el animal podría morderlo. Bruno responde: “No, los perros no muerden de este lado”. El adulto (que basa toda su mentalidad en “ahorrar tiempo”, es decir en callar lo que es “obvio”, en dar por sentadas las verdades incuestionables) no sólo sobreentiende el mundo —“el perro muerde con los dientes”—, sino que espera que el niño automáticamente haga lo mismo y sobreentienda que en la advertencia del adulto estaba incluido otro sobreentendido: que el animal habrá de volverse para morderlo.

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Obviamente, el adulto (que es sensato y razonable) jamás ha dicho (jamás le ha pasado por la mente) que el perro pueda morder con la cola: implicar eso sería absurdo, insensato y... antinatural (esta última es la gran palabra, la gran coartada del poder). Con su tersa y transparente observación, Bruno revela que el ingenuo es el adulto, que se precia de su malicia y de su sabiduría práctica, tan abundante que no necesita enunciarla y que de hecho es “sabiduría” precisamente porque nunca se enuncia con todas sus letras; sólo se sobreentiende y se hace sobrentender. El adulto, en última instancia, sólo registra lo que “le pasa por la mente”, pero en realidad lo que le pasa por la mente no son pensamientos sino sobreentendidos: no entiende el mundo: sólo lo sobreentiende.

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En otro momento de la novela de Carroll, un señero Profesor dice a Bruno: “Espero que hayas tenido una buena noche, querido niño”, y Bruno contesta: “Tuve la misma noche que usted tuvo. ¡Sólo ha habido una noche desde ayer!”. La novela está llena de estos apuntes, que son aún más desquiciantes que los de las dos Alicias.
          Porque no sólo es desquiciante desde el punto de vista de Bruno, sino también desde todo aquello que el Profesor no sabe que sobreentiende. Apenas se desmenuza el lugar común “Que tengas buena noche”, resulta notorio en el fondo de ese automatismo la aceptación de que hay una noche para cada quien, de la misma exacta manera en que hay un mundo onírico para cada individuo.

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Lo mismo sucede con el saludo “Buenos días”: tal vez Bruno preguntaría a cuántos días exactamente se extiende el buen deseo, pero a la vez el plural puede entenderse de otro modo: hay un día para cada uno, y si coinciden estas jornadas es porque hay también un día para todos.

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En una escena, Silvia y Bruno se encuentran con un Jardinero y la pequeña, que siempre “guarda las formas”, hace una presentación: “Él es mi hermano”, y el Jardinero responde con una pregunta asombrosa: “¿Era tu hermano ayer?”.
          Un básico sobreentendido indica que hay estados permanentes. Nadie “en su sano juicio” podría formular una pregunta como esa... lo cual significa ante todo que a nadie se le ocurriría cuestionar una “verdad incuestionable”, así fuera solamente para recuperar la verdadera libertad del pensamiento. Pero lejos de reclamar esa recuperación de la libertad, el adulto se muestra sorprendido, luego indignado y en todo caso atemorizado, porque hay sobreentendidos dentro de los sobreentendidos, y uno de los más básicos indica que esta mentalidad ahorra tiempo (el tan valorado tiempo del trabajo y del progreso) cuando nos permite brincar por encima de lo que “no es necesario” cuestionar; pero en realidad eso significa lo que no se puede cuestionar, esto es, lo que ya ni siquiera es posible devolver a las palabras.

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Silvia toma el papel de la sensatez y la cordura, e intenta educar y civilizar a su hermano, con frecuencia por medio de los refranes, que son compendios de sobreentendidos que se transmiten de manera automática. Así, le dice: “No debes ser perezoso en la mañana, Bruno. Recuerda, es el pájaro madrugador el que se come al gusano”. Y Bruno exclama: “¡Que lo haga si le gusta! A mí no me gusta comer gusanos, ni siquiera un poco. ¡Así que siempre me quedo en la cama hasta que el pájaro madrugador se los ha comido a todos!”.

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En el prólogo al segundo volumen de Silvia y Bruno, Carroll afirma haber escuchado muchos de estos diálogos a diversos niños. Esta tremenda subversión, esta inaudita capacidad de reflejar la supralógica infantil nace con la sospecha de Alicia, según la cual si los adultos, en lugar de enseñar lógica a los niños, aprendieran (o re-aprendieran) de la supralógica infantil, el mundo sería distinto, porque estaría abierto a la enunciación y la imaginación, y a las asociaciones verdaderamente libres. ¿Es tan difícil, tan ilusorio, imaginar un mundo sin sobreentendidos virulentos y estupefacientes, un mundo de hombres libres cuyo lenguaje es la poesía?


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