sábado, 5 de octubre de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXX: Apuntes finales 1) (y quinto aniversario del blog)


DGD: Textiles-Serie roja 25 (clonografía), 2010

[La celebración del quinto aniversario de este blog (gracias a los amigos, seguidores y visitantes que han hecho llegar sus felicitaciones, así como su apoyo y comentarios) coincide con la parte final de este libro que he incluido aquí completo, a medida que se iba escribiendo, Tradición y ruptura: el conflicto esencial (Cuaderno de lectura). Esta parte final es ya declaradamente fragmentaria; se trata de “apuntes finales” sólo porque aparecen en el desenlace del libro, no porque sean realmente concluyentes y aún menos porque “cierren” el tema. Al contrario: son la invitación a abrirlo cada vez más, de manera colectiva, porque es acaso la única manera de ver el conflicto esencial: un conflicto que quizás no está para “resolverlo”, sino para verlo. (DGD)]


(XXX) Apuntes finales 1

En todos los textos míticos se pronuncian frases eminentes. Pocas tan perfectas como aquella que aparece en la leyenda galesa de Taliesin: “Ningún hombre ve lo que lo sostiene”.
          El hombre que está en la montaña, no la ve. En lugar de alejarse lo suficiente para verla, lo que hace es romper, destruir, devastar aquello en lo que está parado. Lo que ve entonces son los escombros, y se dice “los escombros me sostienen”.

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Máxima de bella resonancia: “No hay que ser como hijos de los padres”. Marco Aurelio la interpreta en el sentido de no aceptar las cosas de forma simple, tal como las hemos heredado. Sin embargo, hay un espejismo que actúa contra la crítica a la tradición. Ese espejismo estriba en que antes habría que emprender una crítica de la crítica a la tradición. Y antes aún, una crítica de la crítica de la crítica a la tradición. Aquiles no alcanza a la tortuga. Por eso hay quien piensa que no hay otra tradición que esa crítica circular que nunca alcanza a su objeto.

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En El héroe de las mil caras, Campbell habla de ciertos demonios referidos por muy diversas mitologías, que son “al mismo tiempo peligrosos y dispensadores de fuerza mágica”, y que “deben ser enfrentados por cada héroe que pone un pie fuera de las paredes de su tradición”. El héroe e incluso el crítico de la tradición deben enfrentar a esos demonios, pero éstos se vuelven cada vez más poderosos y temibles para el crítico de la crítica de la tradición, y aún más para el crítico de la crítica de la crítica, y así en adelante. Toda tradición se mantiene no por sí misma, sino por aquellos que (por destino, por naturaleza, por descolocación azarosa) ponen los pies fuera de las paredes de su fortaleza. Los que llegan más lejos en el territorio de lo incógnito llevan, en su soledad invencible, a toda la verdadera tradición.

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Hay lugares comunes que definen a su época (y acaso no hay sino lugares comunes en la definición de cualquier época). Uno de ellos es el siguiente: “Los escritores muertos se hallan remotos de nosotros porque sabemos mucho más de lo que ellos supieron”. Es uno de los innumerables lemas del evolucionismo: así como quien aprende álgebra aprende a ver la aritmética como “elemental” o incluso “primitiva”, el hombre de la modernidad siente saber más que sus antecesores, que se vuelven tan “remotos” como lo es el propio pretérito, una magnitud a la que la modernidad mata para adquirir vida en comparación con lo ido. Y a esto “ido” lo concibe no como aquello a lo que ha asesinado, sino como aquello cuya característica esencial es ser inerte.
          A ese lugar común, a esa cínica consagración de las distancias, T.S. Eliot respondió de forma memorable: “Justamente, y ellos [los escritores muertos y remotos] son eso que sabemos”.
          En esta brillante respuesta, el autor de The Waste Land a la vez homenajea a la tradición (el saber más) y a la ruptura (el volver inmediato a lo remoto): sugiere, con una conmovedora intensidad, que esos escritores se extinguieron deliberadamente a través de una especie de magnífico sacrificio. El propio Eliot lo confirma más adelante: “El crecimiento en un artista”, dice, “es un autosacrificio constante, una constante extinción de la personalidad”.
          Una tradición estremecedora hecha de espléndidas rupturas, como un collar de agujeros negros. El sentido del sacrificio de un escritor estriba en que nosotros sepamos más que él justamente en el instante en que lo incorporamos a sus propios antecesores y maestros, es decir a aquellos que se sacrificaron para que él supiera más.

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Connolly hace una jugosa advertencia: “Cuidado sin embargo con los falsos dualismos: clásico y romántico, razón e instinto, espíritu y materia, macho y hembra: todos ellos deberían ser fundidos el uno con el otro (como los taoístas funden su Ying y su Yang en el Tao) y considerados como dos aspectos de la misma idea. Los dualismos definidos en el mismo momento (estoico y epicúreo, liberal y conservador) se unen al cabo por el hecho de ser contemporáneos y acaban por tener más, y no menos, en común”. Y agrega:

Dentro de cien años la Ciencia y la Ética (la fuerza y el amor), la dualidad de hoy en día, quizás parecerá tan muerta como la controversia sobre la iota, o como el bien y el mal, el libre albedrío y el determinismo, y hasta el tiempo y el espacio. Las ideas que durante tanto tiempo han dividido a los individuos resultarán sin sentido a la luz de las fuerzas que separarán a los grupos. No obstante, por ridículos que puedan parecer los dualismos en pugna, ello no quiere decir que el dualismo sea en sí un proceso sin importancia. La verdad es un río que está de continuo dividiéndose en brazos que luego se unen. Aislados entre los brazos, los habitantes discuten durante toda su vida sobre cuál es el río principal.

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“A nadie se le ocurriría ponerse a jugar sin conocer las reglas del juego”, dice Connolly. Pero hay juegos cuya primera regla es que el jugador debe adivinar las reglas por observación, primero, y luego por tímida pero apasionada experimentación. Uno de estos juegos sin reglas previamente enunciadas se llama vida; otro, arte. Lo sabía bien Cortázar cuando en Rayuela insertó ciertos juegos sin especificar las reglas. “No obstante”, acepta Connolly, “la mayoría de nosotros jugamos el interminable juego de la vida sin atenernos a ellas [las reglas], porque somos incapaces de descubrirlas.”


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