jueves, 26 de septiembre de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXIX: Tradición y vulnerabilidad)


DGD: Textiles-Serie blanca 38 (clonografía), 2012

(XXIX) Tradición y vulnerabilidad


En su novela Los oídos del ángel, Tomás Segovia alcanza una muy infrecuente visión imparcial sobre el discurso de la conveniencia; ahí exclama: “No tenía yo más que ponerme a buscar en Dante o en Shakespeare cosas grotescas y risibles, leer con mala leche y un poco de ingenio a Homero o a Racine, y vería lo fácil que es poner en ridículo al genio más respetado de la humanidad. Ponte a preguntar con mala saña qué quiere decir ‘Nel mezzo del camìn di nostra vita’, a ver, ¿dónde está la profundidad de esa frase vacía, qué tiene de particular escribir semejante banalidad?, y verás lo imposible que es demostrar que todo eso no es efectivamente estupidez y ampulosidad sino sublimes bellezas y profundos pensamientos. ¿Cómo va a pretender uno, como escritor, estar por encima de esa vulnerabilidad que hace de toda obra maestra un castillo de naipes que cualquier chistoso, o cualquier fanático, puede derrumbar de un manotazo, esa fragilidad de la que no escapan un Dante, un Tolstoi o un Cervantes?”

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Segovia concluye de una manera sorprendente: “Nadie escapa de la historia”, pero acaso no está hablando de la historia sino del discurso de la conveniencia, o bien está reconociendo que una cierta manipulación los ha convertido en sinónimos. Porque ¿de qué depende que alguien encuentre en “Nel mezzo del camìn di nostra vita” sublimes bellezas y profundos pensamientos, y que otro no halle, si se lo propone, sino estupidez y ampulosidad? El acento está en “si se lo propone”, puesto que en “proponerse” suele estar el resorte de la conveniencia.

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Si de mí sale, si nadie me ha impuesto a esa figura como monumento intocable, si yo sólo la descubro, o quiero hacer que parezca que el descubrimiento es mío, entonces me propondré encontrar sublimes bellezas y profundos pensamientos —y me será, desde luego, muy fácil encontrarlos, y no porque los invente, sino porque mi estado de ánimo me predispone a lo sublime y lo profundo.
          Si, en cambio, esa figura o esa obra se me quieren imponer a priori como objetos a reverenciar, no me será imposible rascar y dar con estupidez y ampulosidad —me costará más trabajo, e incluso tendré que invertir todo mi ingenio y usar el microscopio para diseccionar hasta el menor detalle, pero no me será imposible porque, como dice Segovia, “nadie escapa a la historia”, que es, para él, ese espacio en donde el ser humano se abre a la intemperie, se arriesga a equivocarse, e incluso en donde avanza a trompicones y en donde el error es más significativo que el acierto. (Así, no deja de señalar la magnífica paradoja: “el aluvión de la historia, que nunca mira mucho atrás”.)
          Casi todo, pues, dependerá del estado de ánimo en que se me ha “predispuesto”: ira o fervor.

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En el primer caso, el fervor me llevará a resaltar una nueva tradición, antes poco atendida; en el segundo, a romper una tradición que me parece inaceptable. Ambas posturas son útiles, o lo serían si pudiera asegurarse que la decisión de tomar un camino u otro proviene de la libertad personal y no de la propia “historia”, es decir, de una historia manipulada que, lejos del ideal concebido por Segovia, no es más que acumulación de imposturas en donde juega casi siempre la ira (la sed de venganza, la mala leche) y casi nunca el fervor.

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Este misterioso proceso es nítidamente visto por Segovia en esta novela:

[C]uántas ideas que cree uno haber encontrado hace poco las ha descubierto uno en realidad hace muchísimo. Tiende uno a pensar que antes era uno tonto y sólo últimamente se ha vuelto perspicaz. Debe ser un truco que nos hacemos para estar satisfechos de nosotros mismos. En eso somos como la Historia, que también imagina siempre que antes el hombre era eso que ella llama “primitivo” y “rudimentario”. O como los jóvenes, que se extrañan siempre de que los abuelos conocieran el teléfono y supieran hacer el amor. Se ve que la memoria quiere sentirse joven, eso parece natural, pero ¿no es extraño que la memoria, que es el órgano del pasado, que está perdidamente enamorada del pasado, quiera sentirse joven? Lo que me extraña menos es que quiera sentirse más lista que nadie, y que tantas veces esté tan segura de que es uno quien ha inventado ideas que en realidad oyó uno por ahí y después olvidó cuidadosamente dónde y cuándo.

Acaso la tradición es esa memoria enamorada del pasado, y la ruptura ese contradictorio pero ineludible deseo de sentirse joven.

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Y entonces el conflicto, al menos en este nivel, se resuelve; incluso puede decirse que (de nuevo, en este nivel) nunca existió tal conflicto. Lo anota Segovia en sus cuadernos cuando nos invita a tener una clara conciencia del valor simultáneo de estas dos afirmaciones: 1) la poesía no interesa; 2) sólo la poesía interesa. Se trata de un uso subversivo de las maneras del discurso de la conveniencia. En Occidente este discurso se las arregla para que siempre los beneficios caigan en la cuenta del poder instituido. Conviene emplear el mismo recurso sucio para un fin puro: fincarse en la afirmación (1) cuando abundan los excesos de la vida socio-literaria con sus nociones de éxito, consagración e importancia personal. Por el contrario, cuando lo que se extiende es la suma de confusiones (filosófica, social, ética), usar la afirmación (2) como un conjuro oportuno y clarificador.

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Segovia expresa de este modo la convivencia de esas dos afirmaciones contradictorias entre sí: “La poesía está por hacerse, pero lo primero que debe saber para hacerse es que no empieza ni termina en sí misma. En otro sentido, por supuesto, podría llamarse poesía a eso anterior y posterior a la ‘poesía’, la cual se relegaría al nivel de literatura u otra cosa. Pero prefiero no llamarlo así, porque se corre el riesgo de engañarse con ese argumento. Claro que el ‘eso’ que la poesía nombra es muy importante, y por ello la poesía es importante; pero enorgullecerse de la poesía, aunque sea dando por supuesto el ‘eso’ que hay en ella, conduce fácilmente a separarla. Por ello el ‘eso’ no debe ser un supuesto, sino estar constantemente en la conciencia”.
    Estar en la conciencia pero no como un mueble más en una casa, sino como la puerta: “Nuestros precursores nos enseñaron a fijarnos en el ‘eso’. En cierto modo toda la historia poética de los últimos cincuenta y tantos años es una renovada ruptura con la ‘literatura’. Pero la ‘literatura’ vuelve a englobar a todos. Por eso no hay que insistir en la ruptura. Basta con considerar a Rimbaud como ‘un gran simbolista’ para que toda su tarea se evapore. Lo que hay que cambiar es esa ‘literatura’, hasta que no importe estar clasificado en ella. Comprender que ser gran poeta no es nada. Habituar al lector a que no busque en nuestra obra a un gran poeta, ni siquiera a un revolucionario de la poesía (porque en veinte o veinticinco años vuelve a ser ‘un gran poeta’), sino el enunciado de unas verdades simples y asequibles, en principio, a todos”.
    Dicho de otra manera: hay que retirar el insidioso acento que el poder coloca sobre la ruptura con objeto de transformarnos en irruptores (de vigencia irrisoriamente corta) y así distraernos de la verdadera tarea, que es sanar a la “tradición” manipulada, librarla de manipulaciones, devolverle su integridad humana, en donde vuelva, en efecto, a ser simple y asequible, en principio, a todos.

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