jueves, 26 de septiembre de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXIX: Tradición y vulnerabilidad)


DGD: Textiles-Serie blanca 38 (clonografía), 2012

(XXIX) Tradición y vulnerabilidad


En su novela Los oídos del ángel, Tomás Segovia alcanza una muy infrecuente visión imparcial sobre el discurso de la conveniencia; ahí exclama: “No tenía yo más que ponerme a buscar en Dante o en Shakespeare cosas grotescas y risibles, leer con mala leche y un poco de ingenio a Homero o a Racine, y vería lo fácil que es poner en ridículo al genio más respetado de la humanidad. Ponte a preguntar con mala saña qué quiere decir ‘Nel mezzo del camìn di nostra vita’, a ver, ¿dónde está la profundidad de esa frase vacía, qué tiene de particular escribir semejante banalidad?, y verás lo imposible que es demostrar que todo eso no es efectivamente estupidez y ampulosidad sino sublimes bellezas y profundos pensamientos. ¿Cómo va a pretender uno, como escritor, estar por encima de esa vulnerabilidad que hace de toda obra maestra un castillo de naipes que cualquier chistoso, o cualquier fanático, puede derrumbar de un manotazo, esa fragilidad de la que no escapan un Dante, un Tolstoi o un Cervantes?”

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Segovia concluye de una manera sorprendente: “Nadie escapa de la historia”, pero acaso no está hablando de la historia sino del discurso de la conveniencia, o bien está reconociendo que una cierta manipulación los ha convertido en sinónimos. Porque ¿de qué depende que alguien encuentre en “Nel mezzo del camìn di nostra vita” sublimes bellezas y profundos pensamientos, y que otro no halle, si se lo propone, sino estupidez y ampulosidad? El acento está en “si se lo propone”, puesto que en “proponerse” suele estar el resorte de la conveniencia.

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Si de mí sale, si nadie me ha impuesto a esa figura como monumento intocable, si yo sólo la descubro, o quiero hacer que parezca que el descubrimiento es mío, entonces me propondré encontrar sublimes bellezas y profundos pensamientos —y me será, desde luego, muy fácil encontrarlos, y no porque los invente, sino porque mi estado de ánimo me predispone a lo sublime y lo profundo.
          Si, en cambio, esa figura o esa obra se me quieren imponer a priori como objetos a reverenciar, no me será imposible rascar y dar con estupidez y ampulosidad —me costará más trabajo, e incluso tendré que invertir todo mi ingenio y usar el microscopio para diseccionar hasta el menor detalle, pero no me será imposible porque, como dice Segovia, “nadie escapa a la historia”, que es, para él, ese espacio en donde el ser humano se abre a la intemperie, se arriesga a equivocarse, e incluso en donde avanza a trompicones y en donde el error es más significativo que el acierto. (Así, no deja de señalar la magnífica paradoja: “el aluvión de la historia, que nunca mira mucho atrás”.)
          Casi todo, pues, dependerá del estado de ánimo en que se me ha “predispuesto”: ira o fervor.

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En el primer caso, el fervor me llevará a resaltar una nueva tradición, antes poco atendida; en el segundo, a romper una tradición que me parece inaceptable. Ambas posturas son útiles, o lo serían si pudiera asegurarse que la decisión de tomar un camino u otro proviene de la libertad personal y no de la propia “historia”, es decir, de una historia manipulada que, lejos del ideal concebido por Segovia, no es más que acumulación de imposturas en donde juega casi siempre la ira (la sed de venganza, la mala leche) y casi nunca el fervor.

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Este misterioso proceso es nítidamente visto por Segovia en esta novela:

[C]uántas ideas que cree uno haber encontrado hace poco las ha descubierto uno en realidad hace muchísimo. Tiende uno a pensar que antes era uno tonto y sólo últimamente se ha vuelto perspicaz. Debe ser un truco que nos hacemos para estar satisfechos de nosotros mismos. En eso somos como la Historia, que también imagina siempre que antes el hombre era eso que ella llama “primitivo” y “rudimentario”. O como los jóvenes, que se extrañan siempre de que los abuelos conocieran el teléfono y supieran hacer el amor. Se ve que la memoria quiere sentirse joven, eso parece natural, pero ¿no es extraño que la memoria, que es el órgano del pasado, que está perdidamente enamorada del pasado, quiera sentirse joven? Lo que me extraña menos es que quiera sentirse más lista que nadie, y que tantas veces esté tan segura de que es uno quien ha inventado ideas que en realidad oyó uno por ahí y después olvidó cuidadosamente dónde y cuándo.

Acaso la tradición es esa memoria enamorada del pasado, y la ruptura ese contradictorio pero ineludible deseo de sentirse joven.

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Y entonces el conflicto, al menos en este nivel, se resuelve; incluso puede decirse que (de nuevo, en este nivel) nunca existió tal conflicto. Lo anota Segovia en sus cuadernos cuando nos invita a tener una clara conciencia del valor simultáneo de estas dos afirmaciones: 1) la poesía no interesa; 2) sólo la poesía interesa. Se trata de un uso subversivo de las maneras del discurso de la conveniencia. En Occidente este discurso se las arregla para que siempre los beneficios caigan en la cuenta del poder instituido. Conviene emplear el mismo recurso sucio para un fin puro: fincarse en la afirmación (1) cuando abundan los excesos de la vida socio-literaria con sus nociones de éxito, consagración e importancia personal. Por el contrario, cuando lo que se extiende es la suma de confusiones (filosófica, social, ética), usar la afirmación (2) como un conjuro oportuno y clarificador.

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Segovia expresa de este modo la convivencia de esas dos afirmaciones contradictorias entre sí: “La poesía está por hacerse, pero lo primero que debe saber para hacerse es que no empieza ni termina en sí misma. En otro sentido, por supuesto, podría llamarse poesía a eso anterior y posterior a la ‘poesía’, la cual se relegaría al nivel de literatura u otra cosa. Pero prefiero no llamarlo así, porque se corre el riesgo de engañarse con ese argumento. Claro que el ‘eso’ que la poesía nombra es muy importante, y por ello la poesía es importante; pero enorgullecerse de la poesía, aunque sea dando por supuesto el ‘eso’ que hay en ella, conduce fácilmente a separarla. Por ello el ‘eso’ no debe ser un supuesto, sino estar constantemente en la conciencia”.
    Estar en la conciencia pero no como un mueble más en una casa, sino como la puerta: “Nuestros precursores nos enseñaron a fijarnos en el ‘eso’. En cierto modo toda la historia poética de los últimos cincuenta y tantos años es una renovada ruptura con la ‘literatura’. Pero la ‘literatura’ vuelve a englobar a todos. Por eso no hay que insistir en la ruptura. Basta con considerar a Rimbaud como ‘un gran simbolista’ para que toda su tarea se evapore. Lo que hay que cambiar es esa ‘literatura’, hasta que no importe estar clasificado en ella. Comprender que ser gran poeta no es nada. Habituar al lector a que no busque en nuestra obra a un gran poeta, ni siquiera a un revolucionario de la poesía (porque en veinte o veinticinco años vuelve a ser ‘un gran poeta’), sino el enunciado de unas verdades simples y asequibles, en principio, a todos”.
    Dicho de otra manera: hay que retirar el insidioso acento que el poder coloca sobre la ruptura con objeto de transformarnos en irruptores (de vigencia irrisoriamente corta) y así distraernos de la verdadera tarea, que es sanar a la “tradición” manipulada, librarla de manipulaciones, devolverle su integridad humana, en donde vuelva, en efecto, a ser simple y asequible, en principio, a todos.

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domingo, 15 de septiembre de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXVIII: Más sobre el tótem)


DGD: Textiles-Serie negra 1 (clonografía), 2003

(XXVIII) Más sobre el tótem

En Tótem y tabú, Freud inventa un mito y así lo llama él mismo, “El mito de la horda primitiva”. Puede sintetizarse así: los hermanos, excluidos de la sexualidad y de la palabra por un padre que goza de todas las mujeres, se conjuran para matarlo y así lo crean como padre simbólico. Entonces se sienten culpables de haberlo matado y deciden renunciar al objeto del deseo por el que se habían conjurado, a la vez que mitifican al padre por medio de convertirlo en tótem fundador del grupo.
          De este mito, el padre del psicoanálisis saca conclusiones perentorias: la civilización comienza por un crimen cometido en común, el parricidio; éste crea a la cultura por medio de introducir al hombre al mundo de la culpa y la renuncia. Nace entonces la tradición, encarnada en una instancia reguladora, una institución cuyo fin es impedir la satisfacción inmediata de las “pulsiones”. La sociedad y la civilización misma nacen de esta represión fundamental. La palabra, cargada de culpabilidad, y lo simbólico, expresión ulterior de lo reprimido, invaden y dominan a la totalidad del campo social.
          En este panorama, la sexualidad aparece no sólo como problema sino como conflicto, es decir, como guerra, regulada por códigos y tabúes y dominada por un lenguaje creado precisamente para dominarla. La sustitución del principio del placer por el principio de realidad es, según Freud, el gran suceso traumático en el desarrollo de la humanidad; de hecho, ese desarrollo no tiene otro sentido.

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El parricidio, afirma Freud, se repite continuamente en la historia, se hereda: esta es la tradición, cuyas entretelas son la represión, la renuncia y su resultado “natural”, la guerra. En todos los niveles no hay paz sino treguas, que se consiguen por medio de la sumisión: por un lado, al poder del padre o de su sustituto el Estado, y por otro, a la imposición del principio de realidad en la primera infancia, primero por los padres, después por los educadores y, en términos “globales”, por los medios masivos de “comunicación”.
          En la visión freudiana, la historia del hombre es la historia del parricidio. La cultura es malestar, y debe su existencia a la represión y a la renuncia al principio del placer. El gran Wilhelm Reich intenta retornar todo este mito al mero terreno especulativo al que pertenece: “Lo que hay de verdad en esa teoría”, escribe, “es simplemente que la represión sexual de base psicológica colectiva crea una cierta cultura, a saber, la cultura patriarcal en todas sus modalidades, lo que no quiere decir, en absoluto, que sea la base de la cultura en general”.

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La fuerza del “mito de la horda primitiva” se basa en el poder que se erige para interpretarlo. Es sólo por eso que, de ser “un” mito, pasó a ser “el” mito por medio de “evidencia” y exclusión; si impera es porque resulta el mito perfecto para la fundación y legitimación del poder. (Sucede lo mismo en otros casos tan significativos como el mito originario del andrógino, manipulado para fundamentar la religión sexual del Estado.)*

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La única evidencia es que “una cierta cultura” se convirtió en “la” cultura; de ahí se desprende que lo que hay que sanear primero es el mito fundador.

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Puede partirse de este párrafo de Wilde: “así como el arte de un país adquiere, solamente por contacto con el arte de países extranjeros, esa vida propia e independiente que llamamos nacionalidad, de igual manera, por una curiosa inversión, sólo intensificando su propia personalidad, el crítico puede interpretar la personalidad artística de los demás, y cuanto más entra la suya en la interpretación, más verosímil, satisfactoria, convincente y auténtica resulta esa interpretación”.
          Idea significativa: lo propio sólo se adquiere por medio del contacto con lo otro. En sus cuadernos de notas, Tomás Segovia habla de ese desgarramiento que se produce cuando una minoría quiere ser reconocida en su distintividad, en su unicidad, en su diferencia, y a la vez desea ser tratada en igualdad por los demás. Pero ese distintivo sólo existe si hay de qué distinguirse. Si únicamente existiera en el mundo esa minoría, no sería “minoría” ni tendría conciencia de ninguna diferencia. Es ahí en donde entra el tótem, porque en donde se habla de minoría, de grupo, de tribu, podría en determinado nivel hablarse también de endogamia; el tótem abre los clanes cerrados y los pone en convivencia unos con otros; provoca un cambio de perspectiva en el que existe un solo clan mayor formado por clanes, una sola familia humana en la que ya no hay islas sino un archipiélago.
          Nada ha cambiado y todo ha cambiado: antes había contacto entre clanes y después lo sigue habiendo, pero el concepto, la definición misma del contacto es “otra”: ya no se trata de extraños sino de iguales. Antes un clan se consideraba principio y fin de sí mismo, es decir superior, por la “pureza de sangre”, a los demás, a los que contemplaba como ajenidad absoluta. Después de la aparición del tótem puede seguir considerándose un clan, pero en función de los otros que ya no son ajenos, puesto que con ellos está ahora metafóricamente emparentado. Es en el contacto en donde reside el tótem.

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Antes y después el contacto existe, pero antes no tenía significado y ahora el contacto es significado, es significación. Parafraseando el párrafo de Wilde: “un clan adquiere su unicidad solamente por contacto con la unicidad respectiva de los otros clanes, esa vida propia e independiente que llamamos cultura”, e incluso puede decirse que mientras más intenta diferenciarse de los demás clanes, más enriquece la igualdad de todos. (La igualdad “en” la diferencia: igualdad no manipulada.)
          Pero el tótem actúa de manera análogamente poderosa en cuanto a lo individual: “sólo intensificando su propia personalidad, el individuo puede interpretar la individualidad de los demás, y cuanto más entra la suya en la interpretación, más verosímil, satisfactoria, convincente y auténtica resulta esa interpretación”.
          Es acaso ahí en donde entra la manipulación: en la definición misma de individualidad, es decir, en el modo impuesto de intensificar lo individual. La tendencia originaria del tótem es intensificar la individualidad para enriquecer a la colectividad; la posterior manipulación del tótem consiste en hacer que cada quien intensifique su individualidad para empobrecer a lo colectivo (y por tanto, a la inversa).
          Wilde lo entrevé a su manera: “con el desarrollo del espíritu crítico llegaremos a comprender finalmente, no sólo nuestras vidas, sino la vida de todos, de la raza, haciéndonos así absolutamente modernos en el auténtico significado de la palabra modernidad”. Subrayemos auténtico (no manipulado).

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Wilde habla de volver al tótem originario cuando escribe: “La crítica aniquilará a los prejuicios raciales, insistiendo sobre la unidad del espíritu humano en la variedad de sus formas. Cuando sintamos la tentación de guerrear con otra nación nos recordaremos que eso significaría querer destruir un elemento de nuestra propia cultura, quizás el principal”. Y aquí agrega uno de sus aforismos característicos: “Mientras se considere a la guerra como nefasta, conservará su fascinación. Cuando se la juzgue vulgar, cesará su popularidad”. Lo mismo puede decirse de los mitos manipulados.

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Y también habla del tótem cuando agrega: “aquel para quien el presente es la única cosa presente, no sabe nada del siglo en el que vive. Para comprender al siglo XIX, hay que comprender primero a los siglos precedentes, aquellos que contribuyeron a su formación. Para saber algo de uno mismo, hay que saberlo todo de los demás. No debe existir ningún estado de alma con el que no se pueda simpatizar, ni ningún extinto modo de vida que no pueda volver a la vida de nuevo”.
          Wilde habla de la unidad, cuyo otro nombre es diversidad. Qué lejano ese lema de la modernidad que ha manipulado a la tradición con objeto de que sólo exista un estado de alma, un modo de vida, es decir, a fin de cuentas, una exclusión de lo diverso y de lo otro.





jueves, 5 de septiembre de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXVII: Sexualidad y corte marcial)


DGD: Serie de la piel 81 (clonografía), 2011

(XXVII) Sexualidad y corte marcial

[Algunos visitantes y amigos han solicitado un cierto desarrollo del tema tratado en la parte XXII.]

La tradición es lo que se reitera; la ruptura equivale a lo irrepetible. El modo más efectivo, pues, de manipular una tradición es hacerlo por medio de la reiteración. No es en absoluto gratuito que esta última sea precisamente la esencia misma de la publicidad y la propaganda. Esto resulta especialmente notorio en los terrenos de la sexualidad humana.

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A la sociedad, en efecto, no le importa que un ciudadano sea heterosexual; lo que le es indispensable es que ese ciudadano declare que es heterosexual, y no de manera esporádica sino permanente, a través de cada uno de sus actos, gestos, elecciones y opiniones. Es de este modo que la conducta (behavior) se vuelve publicidad (advertising). La heterosexualidad no es más que un slogan, una declaración permanente y una propaganda sin fin. Y lo que se declara y publicita es menos un modo de vida que la exclusión de todos los demás modos. (No puede olvidarse que slogan significa grito de batalla.)

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Es como una campaña publicitaria del jabón “X” que no se dedicara a demostrar las virtudes de este producto en particular sino que se consagrara al declarado intento de sacar a todos los demás jabones no del “mercado” sino de la atención de los consumidores, persuadiendo a éstos de que todos los jabones, menos “X”, son tóxicos. A fin de cuentas, la principal “virtud” del jabón “X” sería su capacidad de convencimiento, su poder de exclusión.

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La heterosexualidad no es una “elección”, o lo es solamente en el sentido en que alguien “elige” un partido político en el que militar. Es un ideario, o mejor dicho, una ideología. Una ideología, además, con elementos religiosos, puesto que tiene su Vaticano, su Index librorum prohibitorum, su Inquisición. La heterosexualidad se milita, es decir que tiene mucho de militar en su organización, en su cadena de mando, en su sistema de represiones. Se ejerce, lo cual significa que es un ejército, y por lo tanto descansa no en sus valores “positivos” (que no los tiene sino en abstracto: disciplina, obediencia, fidelidad a la tradición) sino en los negativos (que son los únicos a los que corresponde una práctica real), es decir en sus cortes marciales. La heterosexualidad es una corte marcial permanente en la que se juzga —y por lo general se condena— a toda traición al Estado.

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Un ciudadano heterosexual está perfectamente al tanto de que hay varones homosexuales en cuyo trato “no se nota” en absoluto su orientación, pero a éstos los trata como a una minoría hipotética dentro de la comunidad homosexual: como no son “notorios”, es fácil hacer como que no existen, o en todo caso considerarlos dignos de indiferencia (nunca de simpatía, porque ésta ya es en sí sospechosa), puesto que al menos tienen la decencia de no echar su homosexualidad en la cara de las personas normales. Puede fácilmente concedérseles la inexistencia, lo cual causa que los homosexuales “obvios” sean vistos ya ni siquiera como una “mayoría” en la comunidad gay sino como sus únicos integrantes (este es el sobreentendido de numerosas personas, incluso de notoria inteligencia).
          Pero esta opinión se equivoca deliberadamente: los homosexuales de clóset, aquellos que navegan con la apariencia, modales y hasta ideología de los heterosexuales, no son una minoría en la comunidad gay, sino una inmensa mayoría: la verdadera minoría es la de los homosexuales “obvios”, aquellos en los que a simple vista se “detecta” (con mayor o menor evidencia) su orientación sexual. Lo único que caracteriza a éstos es que no son capaces de “esconderse”, de “disfrazarse”: son aquellos a quienes los manierismos o la voz traicionan: por tanto, son considerados enemigos de sí mismos porque no les queda el supremo recurso del ocultamiento y la hipocresía.

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Dentro de la comunidad homosexual masculina, los “obvios” forman una minoría: la de quienes sencillamente no han podido (o, en casos de valentía realmente asombrosa, no han querido) invisibilizarse, desaparecer, acallarse. En un mundo en el que la heterosexualidad, en cuanto religión del Estado, es una declaración permanente, una persona cuyo aspecto, voz o gestos expresan una orientación sexual alternativa, representa automáticamente una anti-declaración, es decir un mensaje de inconformismo, de anarquía y de cuestionamiento de la “tradición” y de la autoridad: una ruptura.
          Para controlar este tipo de rupturas existe una Inquisición social cuyo objeto es reducir al mínimo a tales presencias “obvias”, o sea, de acallar a toda anti-declaración y, cuando no es posible silenciarla, entonces transformarla en bufonada, anomalía, y sobre todo en advertencia. Todo niño aprende demasiado pronto, por lo general a golpes y humillaciones físicos y psíquicos, que la única forma de vivir tranquilo es adherirse al dominante partido político machista, a la religión heterosexual del Estado. Todos los ciudadanos se sienten perfectamente capacitados para meterse en la vida de un homosexual: juzgarlo y condenarlo, o juzgarlo y tenerle conmiseración, pero esta piedad es una forma hipócrita de la condena. Siempre hay un juicio anticipado. La ciudadanía sólo renuncia (y no del todo, no siempre) a no meterse en la vida de las personas cuyo comportamiento indica claramente que han aceptado convertir su existencia misma en slogan y proclama de la heterosexualidad.

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Cuando conocemos a una persona, instintivamente le pedimos una serie de credenciales. En general, la primera de ellas es la pertenencia al partido sexual oficial; si esta persona declara estar casada, y aún más si nos hace saber que tiene hijos, se apaga una gran parte de nuestra curiosidad (que es inquietud, a veces angustia): comienza una corriente de aceptación, de simpatía; el recién conocido puede no sernos grato por otras razones, pero al menos de entrada, se ha ganado así no sólo una tolerancia en todas partes sino una especie de respeto, de reconocimiento: es uno de los nuestros (lo es en la esfera mayor, aunque luego se separe en las sub-esferas). No se le pedirán credenciales, y más bien se le darán en la mayor parte de los niveles de la sociedad. En efecto, una persona que se ha casado y tiene hijos es un gran slogan andante.

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Este slogan promueve lo que podría llamarse las tres virtudes cardinales. En los discursos oficiales (que son no sólo las peroratas políticas sino todos los actos sociales aceptados), estas virtudes se sobreentienden como leyes. La más importante es desde luego la heterosexualidad. Luego viene el matrimonio, con su correlato esencial: la procreación. La tercera virtud cardinal es la monogamia. Pero hay una cuarta virtud-ley, que no se proclama con tanto orgullo y satisfacción como las otras, lo cual no significa que se proclame con vergüenza, sino que se calla con orgullo y satisfacción (es totalmente sobreentendida). Esta cuarta virtud cardinal es un resultado directo de la implantación e imposición de las otras tres, y tiene dos nombres: misoginia y homofobia.

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Si un varón que se proclama casado y con hijos dispone de entrada de la aceptación y el reconocimiento generales en las áreas externas de la sociedad, esta misma sociedad le dará una idéntica bienvenida, pero ahora desde todas sus zonas (externas e internas, exotéricas y esotéricas, abiertas y ocultas), si manifiesta una misoginia y una homofobia. Ese es un hombre de verdad, un hombre hecho y derecho que servirá como ejemplo (declaración, advertising) para todos los que pretendan vivir en sociedad (y en realidad, para todos los que pretendan vivir).

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Las virtudes cardinales son la tradición (manipulada), y en tres de las cuatro su ruptura tiene factores atenuantes. La ruptura a la ley del matrimonio se perdona si un varón que no se casa ni procrea mantiene al menos una vida de seductor heterosexual; lo mismo sucede con la ruptura a la ley de la monogamia (el adulterio con otras mujeres sigue siendo slogan de la heterosexualidad). Aún la ruptura a la ley inferida de misoginia/homofobia puede ser tolerada (un varón no misógino ni homófobo sigue siendo heterosexual: aunque no ataque al enemigo, al menos no traiciona al bando al que pertenece). El único verdadero pecado capital es el atentado directo y abierto contra la heterosexualidad, que es la primera virtud cardinal: todo menos “rajarse”, todo menos caer en el oprobio supremo, en la última humillación, en la más baja de las enfermedades pasionales, verdadera traición al bando (“uno de los nuestros”), a la religión del Estado y al Estado mismo (es decir, a la “humanidad”).

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Los varones que se proclaman heterosexuales deben incorporar a su proclama una “zona de tolerancia”. Y es que ya en sí resulta sospechoso el omitir total y sistemáticamente un determinado tema maldito. Así, no basta a un varón declararse heterosexual: debe declararse completamente seguro de su identidad heterosexual, y tanto, que no rehúye el tema de lo otro sino que lo incorpora a su conversación cotidiana con una actitud casi displicente, como si lo supiera todo de ese tema y sólo lo tocara para probar que no le teme y a la vez que apenas le importa.

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Un buen ejemplo de cómo se incorpora la “tolerancia” se halla en una anécdota frecuentemente citada en círculos heterosexuales: aquella atribuida a un cierto intelectual abiertamente gay (el nombre de este personaje varía según el relator) a quien alguien (en algunas versiones es un periodista en el transcurso de una entrevista) le pregunta: “¿Y cómo se llega a ser homosexual?”; con una gran sonrisa se cita entonces la torva respuesta de este intelectual: “Así como usted, preguntando, preguntando...”.
          Quien cita de este modo tal anécdota, lo que está diciendo es que una de las infinitas reglas del partido oficial es no preguntar, no averiguar, matar toda curiosidad al respecto, porque ella en sí es ya perniciosa (tóxica). Y de paso, se baña con el mismo sobreentendido a toda curiosidad, ya no sólo respecto a lo otro en el terreno sexual sino en todos los terrenos. La curiosidad mató al gato; en todo caso resulta peligroso cualquier impulso a buscar tres pies al felino, es decir, a ir más allá de los límites aceptados.
          De ahí la absoluta ignorancia de los ciudadanos heterosexuales respecto a las sexualidades alternativas: no se molestan (se cuidan enormemente) de preguntar de modo directo, de buscar testimonios vivos, y se limitan a transmitir la sarta de lugares comunes (los estereotipos) que socialmente definen a las sexualidades alternativas. (Muchos se ufanan de tener amigos homosexuales, pero jamás habrán hablado con ellos de otro modo que como anomalías, y siempre en el tono virtuoso de quien pasa por el pantano sin mancharse las plumas.) Porque aún más temible que la acusación directa es la sospecha.

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El varón homosexual no “obvio” que llega a una cierta edad, pierde todas las ventajas que había tenido antes, puesto que aunque ni sus manierismos ni su persona lo “delataran”, lo hace ya el simple hecho de que no está casado. A su alrededor comienza a reptar, como una serpiente cada vez más amenazadora, la sospecha. Así pues, muchos de ellos (la cifra se revelaría enorme si pudiera detectarse) se casan y llegan a tener hijos: la doble vida es el último reducto de aquel que no quiere, por nada del mundo, dejar de ser uno de los nuestros, es decir, perder el respeto, el reconocimiento y el lugar que se le ha concedido.
          Acaso a esto se refería Sartre con su famoso aserto “el infierno son los otros”: al descrédito, a la malevolencia, a las habladurías que son perfectamente capaces de matar sin escrúpulo ni sentido de culpabilidad, como lo es toda sentencia de muerte en la siempre activa corte marcial de la sociedad.