sábado, 6 de abril de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XII: Memoria y esperanza)


DGD: Redes 186 (clonografía), 2012

(XII) Memoria y esperanza

La tradición es lo que se repite. La ruptura es irrepetible (si se reitera, se vuelve tradición). La reiteración tiene muchos nombres. En religión se llama liturgia. En el mundo jurídico se le denomina código civil. En psicología se conoce como pulsión (“repetir esquemas”; Freud afirma: “existe en la vida psíquica un impulso de repetición que rebasa al principio del placer”). En la cotidianidad su eufemismo es rutina. En política y sociología, en la vida social y cultural, su nombre es más contundente: burocracia.

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En cuanto a la ciencia, se llama... ciencia. Antoine de Saint-Exupéry lo dice en Ciudadela: la ciencia es lo que se repite. Y aclara: “El que planta una semilla de cedro prevé la ascensión del árbol al igual que el que suelta una piedra sabe que caerá por su propio peso, porque el cedro repite al cedro y la caída de la piedra repite a la caída de la piedra”.
          Y sin embargo, Saint-Exupéry intuye que, en cierto sentido, las leyes de la física no son observaciones hechas a posteriori sobre cómo se comporta el universo, sino a la inversa: es el universo acomodado a priori a esas reiteraciones de las que depende el ojo científico para observar.
          Saint-Exupéry se pregunta si las repeticiones que forman a la tradición no son sino rupturas heterogéneas forzadas por el ojo a formar series, esquemas o ciclos capaces de “recurrir”, puesto que sólo entonces pueden ser tasadas, medidas, codificadas: “¿Quién pretende prever el destino del cedro que se transfigura, de semilla en árbol y de árbol en semilla, de crisálida en crisálida? Es un génesis del que todavía no he conocido ejemplo. Y el cedro es una especie nueva que se elabora sin repetir nada de lo que conozco. E ignoro a dónde va. E ignoro igualmente a dónde van los hombres”.

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La tradición es eso, en efecto, un saber a dónde van los hombres. O un intento de saberlo. O una apariencia de saber. De ahí el temor a las rupturas surgidas de la misma tradición: cada una es un recordatorio de una ignorancia insoportable. La tradición es un prever la caída de la piedra, la ascensión del cedro a partir de la semilla, la recurrencia del día y la noche. La ruptura es lo imprevisible, lo inesperado, el no saber a dónde se va.

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La liturgia teme al diálogo directo del individuo con lo divino; el código civil, a un mundo que no requiere leyes; la pulsión, a la libertad emocional; la burocracia, a todo cambio verdadero.

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Acaso una clave esencial se halla en esta frase de Ciudadela: “para engrandecerse, el hombre debe crear y no repetir”. La repetición es lo opuesto a la creación. Dicho de otra manera: la tradición reitera (es reiteración) y por tanto no crea. La creación, entonces, depende de la ruptura (siempre y cuando no se repita, puesto que en cuanto lo hace deviene tradición y deja de ser creativa).
          El hombre requiere a la tradición (lo reiterativo) para asegurarse no sólo la supervivencia inmediata sino la continuidad interior, espiritual: la memoria. Pero esta tradición implica un estancamiento; nace entonces la necesidad de la ruptura, el crecimiento: la esperanza. Es el más delicado e inestable de los equilibrios: el que existe entre lo que se repite y lo irrepetible, entre materia y espíritu, entre pasado y futuro, entre la supervivencia y la vida.

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Si la creación es ruptura, la máxima creación imaginable, el universo mismo, es la máxima ruptura imaginable.

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Las insondables dimensiones de este problema comienzan a notarse de un modo realmente inquietante cuando se considera que la creación misma del universo (ya sea desde los ojos del creacionismo o los del evolucionismo) es intuida como ruptura.
          No hace falta entrar en el terreno de la cosmología, ni de la cosmogonía, ni de la teología, para preguntarse, con o sin sorna: ¿el universo es la ruptura de qué tradición?
          De un modo apenas experimental puede darse a esa tradición intuida el nombre que parece corresponderle: la nada (creatio ex nihilo).

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La nada es el mayor estancamiento imaginable (si es en realidad imaginable). El todo es lo opuesto a la nada, y sin embargo parece absorbido por ella, tendiente a la disolución (entropía). El orden parece jaloneado por el caos a cada segundo, a tal grado que la palabra “orden”, que parece fija e inmutable, debe cambiarse por un término que refleje mejor su carácter efímero y provisional: “ordenamiento”. El caos es una reducción, y la lucha contra el caos implica lo contrario: la expansión, el crecimiento. Esa parece ser la función de la ruptura: provocar a cada tanto un crecimiento que compense a la reducción paulatina del orden hacia el caos, del todo hacia la nada.

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Si el todo se va reduciendo inevitablemente, cuando llega a un punto crítico en esta reducción, la ruptura le provoca un crecimiento. Es una prórroga: crece para recuperar en parte el tamaño que tenía; escapa por un tiempo del punto crítico. Por un tiempo, puesto que la reducción continúa y el punto crítico sigue acercándose de nueva cuenta en el horizonte.
          ¿Es esto lo que representa el péndulo metafórico, la sucesión de ciclos? Si existe este “gatopardismo cósmico”, ¿ha sido manipulado y sustituido por un gatopardismo civilizado?
          El dictum según el cual la naturaleza aborrece al vacío, significa “el orden odia al caos”, o “el todo detesta a la nada”. A este dictum se ha añadido otro: “la civilización aborrece a la naturaleza”, que significa “la tradición odia a la ruptura”, precisamente porque depende de ella: tal dependencia humilla a la mentalidad civilizada, y por ello ésta se venga manipulando a la ruptura, ordenándola, incluso diseñándola según el discurso de la conveniencia.



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