sábado, 26 de diciembre de 2009

Alteroscopio (tercera parte)


DGD: Frontispicio 7, 2001
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Visión focal y visión periférica
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La metáfora del alteroscopio toca todos los territorios, incluso el de la fisiología humana. El campo de la visión equivale a un círculo igual a la forma del ojo; ese campo perceptual también puede ser representado como un blanco de tiro compuesto por círculos concéntricos: en el centro reposa la atención, mientras que lo captado en los demás círculos suele desatenderse. Esta forma de mirada es típica de Occidente y se conoce como “visión focal” (o “foveal”): en todos los momentos de su cotidianidad, el individuo usa el punto focal para concentrarse y notar los detalles de lo que tiene frente a sí; al mismo tiempo ignora el resto de su mirada: lo que captan los restantes círculos concéntricos se mantiene en el nivel subconsciente.
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La otra forma de mirar, conocida como “periférica” (o “ambiental”), es característica en Oriente (como lo muestra de modo apabullante la gráfica oriental): sin perder la concentración en el centro del “blanco de tiro”, los orientales mantienen consciente lo que abarcan los restantes círculos concéntricos de su mirada; dicho de otra manera: se concentran en la parte pero no ignoran ni desatienden el todo, sabedores de que la periferia de la visión recibe el panorama completo de lo que sucede frente a los ojos —es decir, alrededor del punto de concentración.
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La visión periférica usa distintos receptores de luz en la retina y diferentes conductos nerviosos en el cerebro, y de ahí la radical diferencia de mentalidades entre pueblos que por tradición usan desde siempre la visión periférica, y otros que desconocen (o fueron despojados de) esa tradición. Recientes estudios indican que mientras la visión focal (consciente) hace esfuerzos por reconocer objetos e identificarlos, la mirada periférica (subconsciente) realiza una gran actividad constante y sin esfuerzo, sobre todo regulando los mecanismos de la orientación y la localización espacial.
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Un fenómeno asociado a la visión focal es el tiempo de “lectura”: se requiere ver durante un cierto tiempo para llegar a percibir (sucesividad); esto no parece inherente a la visión periférica, para la cual ver es percibir (simultaneidad). Otro fenómeno característico de la mirada focal es el monólogo interno: el individuo occidental, acostumbrado a concentrar la atención únicamente en el punto central de la visión, mantiene un constante flujo de pensamientos azarosos; se habla mentalmente todo el tiempo, casi diríase que en un intento subconsciente de subsanar la pérdida del resto de la mirada. A este respecto no puede olvidarse la definición que don Juan Matus transmitiera a Carlos Castaneda: el monólogo interno de los hombres crea el mundo, define la realidad.
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La percepción alteroscópica
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Ciertos occidentales que se han percatado de la pérdida inherente a la mirada focal (generadora de lo que podría llamarse una realidad focal), proponen una serie de ejercicios para restaurar la visión completa; el alteroscopio es precisamente eso: un ejercicio de restauración de la mirada completa. Uno de los más significativos resultados de estos ejercicios radica en que el monólogo interno disminuye y hasta desaparece cuando se usa de modo consciente la visión periférica. Por su parte, algunos practicantes de la medicina alternativa comprueban, en quienes desarrollan la mirada periférica, una disminución de las enfermedades ocasionadas por el stress y la angustia. Otros “restauradores de lo periférico” van más allá y postulan que lo mismo sucede con los restantes sentidos: existen también un oído, un gusto, un tacto y un olfato periféricos. Un individuo que aprende a restablecer la conciencia de su visión periférica es también capaz de extender sus otros sentidos hasta formar en torno a sí una especie de capullo sensorio (bien podría llamarse percepción alteroscópica) que aprecia el mundo de una manera difícilmente imaginable por Occidente.
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La fisiología occidental ha tenido que aceptar (aunque con la proverbial lentitud) que la visión focal está asociada con el sistema nervioso simpático —la parte involuntaria o autónoma que se encarga de la actividad, la adrenalina y el stress—, mientras que la visión periférica tiene que ver con el sistema nervioso parasimpático —relacionado con el relajamiento, la paz interna y el equilibrio de la salud. La visión periférica es innata en la culturas antiguas; así, los recolectores-cazadores usaban (y aún usan) esta mirada para detectar a la presa sin tener que mover la cabeza y por tanto delatarse. Ella es también esencial en las artes marciales: el atleta permanece inmóvil mirando fijamente los ojos del adversario y sin embargo está consciente de cada movimiento del cuerpo entero de éste: lo abarca “de un solo golpe de vista”, es decir sin tener que mover los ojos y concentrar la mirada en una u otra parte del cuerpo del otro. La milenaria técnica del samurai reposa en esta forma de mirada-conciencia abierta.
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En Occidente una tal forma de percibir sólo se desarrolla en pequeños núcleos, por ejemplo los pilotos de avión que captan las informaciones del tablero de control en una sola “ojeada”, o bien los deportistas: un jugador que sigue “de reojo” el desempeño de sus compañeros, sin tener que volver la cabeza, está usando la visión periférica. Según ciertas disciplinas alternativas, el desarrollo de esta forma de mirar permite percibir las auras a simple vista. En otras, como la oftalmología, el concepto de “visión baja” o defectuosa se ha corregido para incluir aquella que no ha incorporado la total recepción de las imágenes del mundo; la visión de una persona puede ser óptima, pero aún así estar muy lejana de lo que se llama “visión amplia” (widesight). En psiquiatría se estudia el “campo visual subconsciente de alerta”, más allá de los campos estrechos (o totalmente extintos) de la visión deteriorada.
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Por su parte, el neurofisiólogo Vilayanur Ramachandran ha investigado lo que llama “visión ciega”, una extraña condición en la que una persona despojada de la vista parece experimentar una conciencia de ciertos objetos que sólo podría provenir de la visión. Con base en estas experiencias, Ramachandran propone que el humano tiene en realidad dos distintos métodos cerebrales para procesar la información visual. Uno es el más común, centrado en la vía al tálamo (acaso es a esto a lo que don Juan Matus llama tonal); el otro, más “primitivo” (que, en términos de don Juan, correspondería al nagual), es visto como la permanencia de un más temprano estadio de la mirada, que no ha desaparecido del todo y se manifiesta en casos tan raros como el de la “visión ciega” (o, podría agregarse, el de la experiencia de los brujos). Es la mirada “vestigial” (es decir, desarrollada imperfectamente). Según Ramachandran (Phantoms in the Brain, 1998), muy temprano en la vida el individuo es educado para ajustar sus sentidos visuales según el método talámico; esta vía le permitirá ver el mundo como “lógico” y compartir las experiencias (es decir la “realidad visual”) de sus semejantes, como respuesta a la experiencia visual.
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¿Qué tanto oro hay en nosotros?
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Ya en 1907 el psicólogo Pierre Janet explicaba en The Major Symptoms of Hysteria:
Tenemos dos visiones: la central, que es precisa y atenta, y la periférica, que es vacía y de importancia secundaria. Los histéricos mantienen sólo la primera conscientemente, mientras que la segunda persiste muy inconscientemente. […] Un niño tenía violentas crisis de terror causadas por un incendio, y bastaba mostrarle una pequeña llama para que el ataque comenzara de nuevo. Su campo visual estaba reducido a cinco grados, fuera del cual no parecía ver nada. Sin embargo, yo le podía provocar el ataque con sólo pedirle que fijara sus ojos en el punto central y luego acercando un cerillo encendido por la periferia de su visión, hacia los 18 grados.
Janet dedicó sus investigaciones a una “restauración total de la vista”, convencido de que el punto central de la visión equivale a la conciencia y que la periferia representa al subconsciente. Sus observaciones podrían ser extendidas no sólo a los histéricos (sea cual sea la definición en uso según tal o cual subsistema), sino a todos los individuos de las culturas occidentales, que sufren de una ceguera parcial. No se trata de eliminar la mirada focal, sino de ver también de modo periférico; una vez desarrollada la visión periférica, la focal mejora de modo notable. (Una vez más, la palabra clave es “también”.)
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Si se vuelve a la analogía del blanco de tiro, en el punto central radica el intelecto, la lectura racional del mundo (bien ejemplificada por la acción de leer el lenguaje escrito), mientras que en los círculos concéntricos reposa la intuición, el inconsciente, en distintos porcentajes hasta llegar a los extremos del campo de visión. Una vez más se presenta una graduación: el punto central es exclusivamente sucesivo, secuencial, focal; el último círculo es totalmente simultáneo, ubicuo, ambiental. Al restaurar la visión total, la conciencia se amplía. Se trata de esos ojos desnudos que pueden ver tanto en un cielo estrellado, esos que, al elevarse y permanecer fijos en un punto del cielo, no sólo abarcan toda la bóveda celeste sino que saben que de algún modo ella también los está mirando.
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El legendario alquimista Nicolás Flamel (c.1330-1417) lo expresaba en los términos de su arte de la transmutación: “¿Qué tanto oro hay en nosotros? Si tenemos oro, podremos fabricar más” (El deseo deseado, 1399). Esta es acaso la más feliz expresión de la aparentemente contradictoria certeza manejada por todos los alquimistas: la Gran Obra es un proceso (una decantación), pero también una simultaneidad. Dicho de otra manera: la iluminación coexiste con cada uno de los pasos dados hacia ella. Para la alquimia, el oro es a la vez entendido en sentido literal y metafórico. En sentido literal: no hay oro en la culminación del proceso si no estaba en el alquimista desde el principio. En sentido metafórico: no cabe esperar una apertura de la conciencia si ésta no se hallaba ya plenamente abierta en cada etapa de su desarrollo, aun en la más primitiva, e incluso antes (no hay principio, no hay final).
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Según esta lectura, la iluminación consiste precisamente en acceder a lo simultáneo (lo vertical) en el instante más profundo de lo sucesivo (lo horizontal): un iluminar lo diacrónico con la luz de lo sincrónico, un dejar de “quemar etapas” para verlas coexistir y navegar en ellas sin fin y sin principio, un abandonar la prisión del instante exclusivo —y todos los límites que éste implica— para entregarse a la inconcebible libertad del presente eterno y lo inclusivo. En suma, es un darse cuenta de que el oro —la conciencia expandida— siempre estuvo ahí, tan omnipresente como la luz. No puede olvidarse la definición de la alquimia que dio Fulcanelli: “el arte de la transmutación de la materia por el poder de la luz”.
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Estereogramas
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El alteroscopio, en tanto metáfora, invita a ver el mundo como a aquellos “estereogramas” que tuvieron un fugaz auge a mediados de los años noventa, esos dibujos abstractos formados por computadora ante los que, si uno lograba concentrarse y “acomodar los ojos” de cierta forma, al cabo de un tiempo podía entrar en ellos y descubrir imágenes en tercera dimensión.
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La técnica del estereograma se basa en la noción de que el ojo derecho y el izquierdo ven las cosas de una manera ligeramente distinta, debido a que cada uno observa desde su propia perspectiva: de ahí la mirada en tercera dimensión y el “enfoque”. Ello se comprueba al ver un objeto cerrando un ojo y luego verlo cerrando el otro. El estereograma es la fusión de dos fotografías de un mismo objeto, tomadas con la misma distancia que existe entre un ojo y el otro. Se “entra” a la imagen cuando se logra que cada ojo mire la fotografía que le corresponde: el cerebro hace la fusión.
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Hubo personas para quienes era espontáneamente muy fácil acomodar los ojos con objeto de ver las imágenes en tercera dimensión escondidas en esos diseños abstractos aparentemente planos; sin embargo, para otras personas ello resultó extremadamente arduo y a veces imposible: jamás pudieron entrar a los estereogramas e incluso pusieron en duda el hecho de que hubiera algo ahí, en el fondo de la imagen. Pero el que haya sido fácil para algunos no demuestra que deba ser fácil para todos, ni el que haya sido imposible para otros prueba que esas imágenes fundamentales no existan.
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El término “entrar” es, desde luego, metafórico, pero en más de un sentido actúa también de manera literal, como muestra la experiencia asombrada de quien lograba “acomodar los ojos”: en el primer instante no sólo sintió estar viendo algo, sino haber entrado en ese “algo” y participar directamente de ello; más que "descubrir" una imagen oculta, se supo parte del súbito despliegue en tercera dimensión de algo que sólo parecía poseer dos dimensiones. Aunque después la sensatez y la lógica le dijeran que “era sólo un truco óptico”, en aquel instante de alborozo supo, más allá de toda necesidad de certeza, que abrir la percepción es abrir el mundo.
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La pregunta es entonces, ¿qué sucede cuando se aumenta la distancia que hay entre los ojos? Quien observa a través del alteroscopio obedece a la intuición de que si acomodara los ojos de cierto modo, podría entrar en la imagen del mundo y mirar con ella.
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(Ejemplos de estereogramas y una buena introducción a ellos pueden verse haciendo click aquí.)
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martes, 15 de diciembre de 2009

Alteroscopio (segunda parte)

Pedro Armendáriz y el alteroscopio en la escena inicial de Reflejos.

Alma Muriel, Pedro Armendáriz y el alteroscopio en otra escena de Reflejos.

Armendáriz ha girado el alteroscopio 180 grados sobre su eje.

Armendáriz contempla a Muriel, que contempla a través del alteroscopio.

De la propia suerte que saber, también el dudar es meritorio.
Dante: Infierno, XI-93.
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Tiempo después quise averiguar más sobre el aparato que el azar me había puesto en las manos durante la preparación de Reflejos. Sin embargo, ¿cómo buscar algo de lo que no se sabe el nombre y sólo se dispone de una imagen? Mi alteroscopio era, en principio, un aparato para ver, la vaga mezcla de un telescopio y un teodolito.
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Comencé, pues, buscando instrumentos relacionados con óptica, ingeniería, topografía. Acudí al Diccionario Técnico Larousse y a otros libros similares con la misma dificultad: no había palabra que buscar y únicamente restaba ir página por página revisando las imágenes. Nada surgió de esta línea de indagación.
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Consulté con ingenieros y arquitectos sin resultados. No obstante, uno de ellos comentó que en la Segunda Guerra Mundial los soldados usaban un aparato óptico que servía para mirar desde las trincheras evitando la muy concreta posibilidad de que a quien se asomara le volaran la cabeza. Era una especie de prismáticos o binoculares que en lugar de extenderse hacia adelante lo hacían hacia arriba por medio de dos tubos con espejos internos; esos tubos, en la parte superior, volvían a curvarse para mirar al frente. Sin embargo, este colaborador no sabía el nombre de ese implemento. Había que comenzar de nuevo el rastreo de una imagen. Sin embargo, con esa referencia el área de búsqueda había cambiado de manera no poco violenta: de la ingeniería topográfica a la ingeniería militar, de la tecnología científica a la tecnología de guerra.
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El paso consecuente era buscar imágenes de la Segunda Guerra Mundial hasta dar con alguna en que apareciera ese aparato, esperando que en el pie de alguna de ellas estuviera escrito el nombre (y era más eso, una esperanza, que un método); sin embargo esto resultaba, de nueva cuenta, desbordante: existen cientos de miles de imágenes de ese conflicto. Entonces sucedió una de esas conexiones que sólo pueden calificarse como mágicas (de las que esta búsqueda ha estado particularmente llena); si los aparatos que yo buscaba sin saber su nombre se basaban en separar por medio de tubos la mirada de cada ojo, se me ocurrió ver si existía la palabra “biscopio” y usé Google para comprobarlo, casi seguro de que era un neologismo absurdo. Y ahí estaba, en las primeras páginas de resultado, en la página web de una compañía, Von Morenberg, que se dedica a vender objetos de la Segunda Guerra Mundial. Se incluía el nombre en italiano: Biscopio da Trincea (Biscopio de trinchera), y una fotografía:
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Ahí estaban la imagen y el nombre de uno de los aparatos buscados, pero el principal seguía ocultándose. No obstante, si en ese catálogo estaba el biscopio, y si el que yo buscaba pertenecía también a la tecnología bélica, el siguiente paso era armarse de paciencia y ver una por una las imágenes de ese inmenso catálogo en espera de que se presentara alguna analogía visual. Lo recorrí metódicamente, desde el principio: es tan copioso que se divide en subpáginas, cada una con un cúmulo de “productos” (en cada uno la imagen, una breve descripción en italiano y el precio en euros): una interminable sucesión de uniformes, cascos, medallas, armas, insignias, mapas, accesorios...
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Y en efecto apareció, por fin, el objeto ulterior del rastreo: “Telemetro per Artiglieria da Campagna - Lotto n. 1121 - Asta n. 35”:
Aunque coincidía en dimensiones con el que encontré en aquella bodega, poseía infinidad de detalles de que éste carecía; la imagen sólo presentaba un ángulo, pero las similitudes bastaban para la certeza: el nombre buscado era “telémetro óptico para artillería de campo de batalla”. La comparación de esta fotografía con el aparato usado en Reflejos confirmó el hecho de que este último era, en efecto, de utilería: parecía casi nuevo y no tenía en el interior el sistema óptico de los telémetros. Dicho de otra manera: no se veía nada al aplicar los ojos en su mirilla doble. Evidentemente había sido usado para alguna película con tema bélico, y aún así sorprendía la calidad de su hechura: aunque no tenía ni el sistema óptico ni los detalles exteriores del telémetro “real”, era un objeto hermoso y hecho con refinamiento.
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Los datos aportados por el catálogo respecto al Telemetro per Artiglieria da Campagna eran concisos: “Precio estimado: entre 400 y 600 euros. Periodo: Alemania, Segunda Guerra Mundial”. Lo que había detrás del nombre era explicado por una enciclopedia:

Se llama telémetro a un dispositivo capaz de medir distancias de forma remota. El telémetro óptico (que es el que se utilizaba en la Segunda Guerra Mundial) consta de dos objetivos separados una distancia fija conocida (base). Con ellos se apunta a un objeto hasta que la imagen procedente de los dos objetivos se superpone en una sola. El telémetro calcula la distancia al objeto a partir de la longitud de la base y de los ángulos subtendidos entre el eje de los objetivos y la línea de la base. Cuanto mayor es la línea de la base, más preciso es el telémetro. Los telémetros mórficos se basan en cálculos mediante el uso de la trigonometría y se han venido utilizando en sistemas de puntería para armas de fuego, topografía y fotografía, como ayuda para el enfoque.
Pronto la carrera tecnológica superaría a los telémetros ópticos por medio de los ultrasónicos (que funcionan con ondas electromagnéticas de radio-frecuencia) y, sobre todo, de los dotados con láser, como este:










Así pues, aquel objeto tenía una “utilidad” en tecnología militar y específicamente bélica, puesto que su “apertura de mirada” no tenía otro objeto que localizar y afinar la puntería sobre blancos enemigos.
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Todo se resolvió una vez encontrado el nombre. De este modo di, en otras páginas, con otros “modelos” de telémetros, como este usado en Stalingrado en la Segunda Guerra Mundial:
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Puede observarse en la fotografía su diseño en camuflaje, cuyo evidente propósito era evitar que el telémetro se convirtiera, paradójicamente, en un blanco (como sucedería si hubiera sido como el “mío”, que era de metal dorado y pulido, y por tanto reflejaba todo rayo de luz).
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Un coleccionista de fotos de guerra aporta dos imágenes en que puede verse a los soldados alemanes utilizando el telémetro, también en Stalingrado, en 1942:
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En ambos casos resulta notable el que los soldados lo usan sin tripié; probablemente en las dos fotografías se trata de apuntar a blancos móviles, o se debe al hecho de que estos pelotones debían moverse constantemente.
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Pero todo esto se refiere al “telémetro portátil”, cuyo rango es posible calcular en unos mil metros como máximo. Debido precisamente a que “Cuanto mayor es la línea de la base, más preciso es el telémetro”, existieron otros, aquejados de gigantismo, que ya no eran portados por un soldado sino en los que éste se metía de cuerpo entero. En la siguiente foto puede verse el modo en que el telémetro fue agrandado para incrementar asimismo su rango hasta 30 mil metros en batallas navales. Era, pues, una parte sustancial del diseño de los acorazados:
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En otra foto puede apreciarse el telémetro como una especie de tótem en la cubierta del célebre acorazado alemán Graf Spee, uno de los más temidos en el principio de la Segunda Guerra Mundial:
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Sesenta años más tarde, ese mismo telémetro del Graf Spee, de 27 toneladas de peso y doce metros de longitud, pudo apreciarse en el puerto de Montevideo, aislado ya del buque al que una vez estuvo sujeto y con muy poco deterioro:

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La historia de cómo llegó ahí es interesante. El Graf Spee era uno de esos “acorazados de bolsillo” que Alemania construyó respetando la decisión internacional según la cual ningún barco fabricado por astilleros alemanes podía superar las diez mil toneladas de peso total. Tenía 180 metros de largo, motores diesel de alta potencia (podía alcanzar 26 nudos en altamar) y estaba equipado con seis cañones de 280 milímetros (con alcance de 28 kilómetros) y ocho de 150 milímetros (además de armamento antiaéreo, seis tubos lanzatorpedos de 500 milímetros y dos hidroaviones), todos ellos guiados por el enorme telémetro que les permitía apuntar con una imbatible precisión.
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El capitán, Hans Langsdorff, era temido por su eficacia destructora y a la vez respetado por su honorabilidad: ningún tripulante de los numerosos barcos mercantes hundidos por el Graf Spee había muerto en los ataques (Alemania había movilizado la guerra al Océano Atlántico con el fin de evitar que, desde Estados Unidos, llegaran armas y alimentos a Inglaterra y a los países que resistían a la invasión germana).
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En diciembre de 1939, a unas 280 millas de Punta del Este, Uruguay, el Graf Spee fue atacado por tres poderosos cruceros ingleses y estuvo a punto de hundirlos, pero en lugar de rematarlos Langsdorff prefirió tomar rumbo a Montevideo para reparar los daños de su nave. Uruguay, país neutral, se negó a que las reparaciones fueran efectuadas ahí. A la vez, espías británicos engañaron a los alemanes y los hicieron sentirse seguros de su posición; sin embargo, cuando el Graf Spee salió del puerto se vio rodeado por destructores, cruceros y un portaviones. El 17 de diciembre, Langsdorff dejó en tierra a la mayoría de los miembros de la tripulación (cerca de mil hombres) y llevó el buque a unas millas de la ciudad; ahí dinamitó el acorazado con objeto de hundirlo para que no cayera en manos enemigas. Luego de esto Langsdorff se dirigió a Buenos Aires y el 20 de diciembre se suicidó, atormentado por los errores estratégicos que lo habían llevado a perder su nave.
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Durante seis décadas el acorazado permaneció en el fondo del Río de la Plata, hasta que dos de sus partes fueron rescatadas y exhibidas: una enorme águila nazi que actuaba como mascarón de proa y el no menos aparatoso telémetro de 27 toneladas. A diferencia de otras recuperaciones de naves sumergidas, el estado de conservación de ambos fragmentos era excepcionalmente bueno precisamente porque se hundieron en aguas dulces.
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Y viendo esa foto del puerto de Montevideo cabe preguntarse: ¿cuántas personas de finales del siglo XX que lo vieron ahí exhibido conocían los antecedentes y raison d’être de ese singularísimo objeto, cuántos lo vieron como un “monumento” o “escultura vanguardista”, y cuántos pudieron evitar la sensación de que en sí era la más extraña de las naves?
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El principio del telémetro es el antiguo método matemático de la triangulación, con el que desde tiempos remotos se han medido distancias sobre la tierra lo mismo que distancias astrales.
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Si se conocen en un triángulo un lado AB y dos ángulos, alfa y beta, es posible hallar, primero, la distancia de A hasta C y de B hasta C, y luego el ángulo bajo el que se ve desde C la distancia AB (paralaje).

Esta es la representación de un telémetro óptico usado en cámaras fotográficas (usamos la descripción y las imágenes de la enciclopedia técnica):
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En esta imagen puede notarse que sólo la visión de uno de los ojos es desviada por medio de espejos. En el alteroscopio, esto sucede a la visión de cada uno de los ojos:

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Sobre todo después de averiguar el “uso real” del enigmático aparato que llegó a Reflejos por azar, el misterio de fondo permanece. Todo es susceptible a una lectura metafórica; dicho de otra manera, todo es metáfora. ¿A qué apunta la metáfora del alteroscopio, y el hecho de que en su figura estuviera implícito un regusto bélico, una oscuridad de tal magnitud, un touch of evil (para usar el título de Welles)? Pero aún las mayores y más rotundas tinieblas son parte de la luz, desde el momento en que la metáfora es en sí un recurso de la poesía para abrir la mirada. Basta recordar lo que Tomás Segovia nos ha hecho ver: la suma de luz y oscuridad es luz en sí misma. Y aquí justamente no queda sino recordar aquel otro dictum de Segovia: acaso la guerra se nos dio no para aprender a vencer, sino para aprender a vencerla. De igual manera, el alteroscopio, forma trascendida del “telémetro óptico para artillería de campo de batalla”, es acaso una metáfora de la necesidad de vencer nuestra ceguera socialmente autoimpuesta.
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Otra metáfora radica en la imagen del telémetro del Graf Spee sumergido en un río durante décadas hasta que fue rescatado y exhibido. Resulta casi inevitable relacionar esto con aquella sentencia de Horacio (Epístolas, II, 1, 40): “Diferir la afinación de la propia conciencia es imitar la simplicidad del viajero que, encontrando un río en su camino, aguarda a que el agua haya pasado. El río corre y correrá eternamente”. Lectura metafórica: un símbolo largamente sumergido en el fango que un buen día deja de esperar que el agua pase y emerge para hacer su llamado en la superficie, cara a cara con quienes lo observan.
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Sin duda una clave radica en la mención “Cuanto mayor es la línea de la base, más preciso es el telémetro”. La escala que va del telémetro portátil al descomunal telémetro del Graf Spee no termina ahí. Por lo demás, la injerencia del método pitagórico de la triangulación permite comparar ese uso bélico del telémetro con una computadora gigantesca que se usara únicamente para hacer sumas con números de dos cifras. Hay algo más que convierte al telémetro (aparato para llevar la vista más lejos) en un alteroscopio (método para contemplar a lo otro).
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En el usuario del telémetro manual la distancia entre sus ojos (aproximadamente diez centímetros) se multiplica por ocho; en el operario del telémetro gigante, por ciento veinte. Muy bien puede entonces abordarse el terreno de la ciencia-ficción, pero no el 95 por ciento de este género denunciado por Theodore Sturgeon como basura, en el cual toda nave espacial humana (space ship) es un crucero de guerra (battle ship), sino ese restante cinco por ciento en donde el acento se coloca ya no en la destrucción brutal sino en la constante construcción de lo humano. Así, es posible imaginar una enorme nave que es en sí un alteroscopio: ya no un operario sino toda una tripulación va en su interior en busca de abrir la mirada. La distancia entre los ojos de cada tripulante se ha ampliado tanto, que bien puede decirse que en esa nave viaja una mirada humana ulterior en busca de reciprocidad del universo.
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sábado, 5 de diciembre de 2009

Alteroscopio (primera parte)

DGD: Redes 94, 2009

[Los guiones de Pedro Miret para los cinco episodios de la película Historias violentas estaban más o menos desarrollados, pero el menos trabajado era el que me tocó dirigir, inicialmente llamado Pent-house. Puesto que se limitaba a una mera situación y dos personajes (un playboy que invita a su departamento a una muchacha a la que pretende conquistar, con un final “inesperado” y de una ironía más bien burda), había que buscarles una dimensionalidad. El espacio había sido bellamente ambientado por Tere Pecanins en estilo art déco y ella había colocado varios espejos en angulaciones irregulares; toda la puesta en escena surgió de este elemento, que no sólo dio al episodio su nombre definitivo, Reflejos, sino que dio hondura al protagonista: lo imaginé como un hombre que, obsesionado por la mirada, tiene, además de los espejos, una colección de instrumentos y accesorios relacionados con ella: binoculares, microscopios, lupas, linternas mágicas... Durante la preparación, y mientras seleccionaba esos objetos, encontré en una bodega de utilería un aparato colocado horizontalmente sobre un tripié: era un cilindro metálico de buen tamaño con una mirilla a mitad de uno de sus lados (si mentalmente lo cortamos de manera longitudinal) y dos lentes en los extremos del otro. Supuse que tendría algún uso práctico en ingeniería o topografía (y esto sólo por su remota semejanza con un teodolito), pero de inmediato intuí en él un objetivo muy distinto, adiviné su nombre y lo convertí en la pieza central de la colección del protagonista de Reflejos (Pedro Armendáriz). Cuando éste intenta describirlo a su misteriosa invitada (Alma Muriel), le comenta: “Dicen que al aumentar la distancia entre los ojos, la mirada se abre. Se llama alteroscopio, lente para mirar de otra manera. Yo nunca lo he comprendido”. En algún momento pensé incluso que así debía llamarse el episodio: de tal manera el alteroscopio se había vuelto central. Hice diagramas de su funcionamiento e incluso imaginé la forma en que había llegado al personaje: éste habría leído la descripción del alteroscopio en un libro escrito por un óptico esoterista (seguramente un discípulo de Athanasius Kircher); lo habría hecho fabricar, lo colocaría en la terraza de su pent-house, a diario miraría el paisaje a través de él con una interminable sed de abrir la mirada (esta es la primera escena del episodio). Entre las abundantes notas que acumulé para intentar comprender tanto ese aparato como la necesidad metafísica que había detrás de él, está el texto que incluyo a continuación.]
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Ver de otra manera no es imaginar.
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Imaginar, entre otras cosas, es ver con los ojos cerrados, o con los ojos del alma, o con los ojos del espacio.
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Disímil es ver un dragón e imaginarlo, pero esta diferencia no queda en el nivel de lo real-irreal, verdadero-falso, material-inmaterial, sino en el nivel de la imagen: la que se fuga (como toda imagen) o la que se imagina a sí misma.
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Imaginar no es “hacer real”, sino captar otro registro de lo real. Precisamente ese que nos hace reales.
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Ver de otra manera es también tener acceso a otro registro de lo real, pero no es “imaginar”, que significa “crear una imagen”.
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Imaginar no es ver de otra manera, pero ver de otra manera es en cierto modo imaginar.
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Si la imagen “imaginada” es un reflejo interno de las cosas externas, resulta entonces imprescindible cerrar los ojos para “imaginar”, como lo es para “ver”.
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Una cosa mirada y luego imaginada con los ojos cerrados responde a una sucesión: ahora la cosa, ahora la imagen de la cosa.
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Ver de otra manera elimina lo sucesivo y opta por lo ubicuo: la cosa es imaginada al mismo tiempo que se mira; dicho de una forma más concisa, es la cosa imaginándose a sí misma.
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Ver de otra manera es ver con la cosa, completar la mirada de los ojos con aquella de la cosa sobre sí (e intuir una tercera sobre ambas miradas).
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Ver de otra manera es colocarse antes de la pregunta ¿qué es? (¿qué es lo mirado, lo imaginado?). Preguntar es ver la cosa desde la pregunta, no desde la cosa.
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Pero aún falta algo en esa “otra mirada”: los ojos que ven la cosa y la cosa misma mirándose no son, ni con mucho, la totalidad que conforma la “otra mirada”; falta un tercer elemento: la Mirada per se.
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No la de los ojos hacia la cosa o de ésta hacia sí misma, sino la mirada pura, sin que para concebirla sea necesario hacerla depender de un mirador y un mirado.
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Ver de otra manera es ser la Mirada Ulterior.
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viernes, 27 de noviembre de 2009

Señas ancestrales

DGD: Paisajes-Serie azul 3, 2001
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inadvertidamente doy y recibo
las señas ancestrales
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de los ojos a los ojos
en un instante
sucede todo el pasado
desde la primera estrella
hasta este momento en que tú y yo
nos miramos
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y sucede también el futuro
desde esta mirada
hasta el apagarse del último sol
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y también cambian el pasado y el futuro
porque esta mirada no es otra cosa
que la primera estrella
de un ancestral universo
que acaba de nacer
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sin que nadie pueda detenerla
la sangre se mueve
en una sola dirección
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lunes, 16 de noviembre de 2009

La extrañeza como brújula

DGD: Textiles-Serie blanca 2, 2008
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El mundo de la cultura humana es un vasto laberinto cuyo derrotero más inmediato es, por supuesto, el extravío, pero sin duda una forma fructífera de surcarlo es llevando a la extrañeza como brújula. ¿Por qué la extrañeza? El yo es demasiado poderoso y absorbente; creemos tener una experiencia del otro, de lo otro, pero esa experiencia está altamente contaminada por el uno, es decir, por el cristal a través del cual miramos el mundo. Algunos individuos poseen la extrañeza en la misma medida en que el común de sus semejantes poseen (o, mejor dicho, son poseídos por) lo que ellos mismos llaman “normalidad”. Así, esos privilegiados individuos consiguen asomos a aquello que está fuera del rango posible de las experiencias permitidas a quien vive en la normalidad.
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Por ejemplo: ¿bajo qué otro rubro que extrañeza podrá acogerse mejor aquella metáfora que incluyó el uruguayo Julio Herrera y Reissig en el primer poema que publicó —a los 23 años de edad—, llamado “Miraje” (1898)? La décima estrofa, que habla de los insectos, dice:

Son cual luceros que desprendidos
de gasas de oro de mil corolas,
semejan besos entretejidos
en alas negras que tienen nidos
entre esmeraldas que forman olas!
Más que una metáfora es una alucinante amalgama de ellas, una dentro de otra como muñecas rusas. Resulta siempre peligroso hablar de “etapas”, y más en la obra de un poeta, pero en este caso cómo evitar la idea de que “Miraje” —de perfecto título— inicia la obra publicada y se sitúa por tanto antes del hermetismo, de las crisis y las amarguras; antes de que Herrera incurriera en los “sonetos psicológicos”; antes de la misantropía de la Torre de los Panoramas, en donde los elitistas invitados fumaban opio y practicaban el espiritismo.
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En cierta forma es un poema escrito en el paraíso, mucho antes de la expulsión y de la búsqueda de paraísos artificiales. Según Darío, Herrera le dijo: “No soy un vicioso. Cuando tengo que escribir algún poema en el que necesito volcar todo mi ser, todo mi espíritu, toda mi alma, fumo opio, bebo éter y me doy inyecciones de morfina. Pero eso lo hago cuando tengo que trabajar. Los paraísos artificiales son para mí un oasis”.
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Algún crítico escribió de él: “Poeta uruguayo iniciado en un tardío romanticismo, con obras juveniles de escasa significación, y que a la vuelta del siglo empieza a evolucionar hacia las propuestas simbolistas y parnasianas”. Esta ficha sintética (la cultura humana consiste en una miríada de fichas sintéticas) sólo resulta útil para darse cuenta de que “Miraje” es un poema escrito antes de que el poeta se convirtiera en Julio Herrera y Reissig (es decir, en una entrada de enciclopedia); un texto que se ubica en un punto en que todo está por delante, perfectamente indiferente a su “tardío romanticismo” y, sobre todo, a su “escasa significación”.
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Feliz la “escasa significación” de un joven poeta que apenas ha vivido y leído y cuya ansia —esa hambre del lenguaje, esa “locura verbal” que le atribuyó Neruda— lo lleva a enlazar, con el fino hilo del delirio lúcido, a luceros, gasas, oro, corolas, besos, alas, nidos, esmeraldas y olas, todo en cinco versos cuyas ligas son todo menos lógicas.
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De los poetas “raros” como Herrera (“raros” en el sentido que dio Darío a esta palabra), la crítica, acostumbrada a tratar de un solo modo a la extrañeza, afirma que su genio es puramente verbal, que pueden cantar al mar sin haberlo visto y que, de hecho, haberlo visto antes de cantarlo habría entorpecido el canto. El fin último de esta crítica es obligarnos a aceptar que el poeta “raro” no contempla el mundo sino el lenguaje, y si debemos aceptar esto es para que esa obra permanezca encerrada en el ámbito de la filología y ya nunca pueda salir hacia otros ámbitos en los que la crítica se siente menos cómoda (la metafísica, por ejemplo).
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Otra forma de entorpecer el canto es el vano intento de “analizarlo”; sin embargo, no por análisis sino por deslumbramiento puro el lector puede hacer el intento de imaginar la forma en que los insectos son, primero, “cual luceros”; luego, que se desprenden de “gasas de oro de mil corolas”; a continuación, que no sólo “semejan besos” sino que éstos se entretejen en “alas negras”, que a su vez “tienen nidos entre esmeraldas”, que por su parte “forman olas”. Si una mirada así contiene una “escasa significación”, habrá que celebrarla con múltiple entusiasmo porque posee todo lo demás en abundancia: una abundancia paradisíaca. Esa estrofa es uno de esos portentosos hallazgos que surgen “al principio del camino” y que luego el poeta se pasa la vida y la obra enteras tratando de recuperarlos.
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A fuerza de saturación, de imponer un nuevo hallazgo antes de que el anterior pueda ser asimilado, el poeta termina menos hablando que creando: hay en él menos lenguaje que conjuro, es decir, pasaje. Esos insectos son luceros, gasas, corolas, besos, alas, nidos, esmeraldas, olas..., más el poeta que mira y el lector que se extraña y embriaga hasta que sus ojos son insectos que son luceros... Una verdadera bacanal de palabras y de imágenes que ya no está sólo compuesta por palabras y por imágenes. Un incendio transmitido de ojo a ojo. Un devastador asomo de una más profunda realidad. Las entrevisiones de este tipo se engarzan y terminan por conformar un hilo de Ariadna que es en sí un íntimo laberinto y a la vez una guía, de centro en centro, de milagro en milagro.
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viernes, 6 de noviembre de 2009

30 años de La historia interminable de Michael Ende

DGD: Redes 115, 2009
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Si se llama “juego de espejos” a la vocación de ciertas obras para volcarse en sí mismas y poner al descubierto los múltiples niveles de lo real, esta vocación y sus métodos no pueden sino calificarse como indirectos en tanto evaden las lecturas unívocas sobre el mundo. La vocación por lo indirecto, la herencia de las grandes obras que renuncian a lo lineal con objeto de que no se diluya su totalidad, define el caso del escritor alemán Michael Ende (1929-1995) en el libro que con mayor fortuna incursionó en el territorio de la magia y la fantasía en el siglo XX: La historia interminable (1979; Alfaguara, Madrid, 1983). Atento receptor de los reflejos agudos, Ende asume la suprema aventura de un libro especular en donde los mundos de lo objetivo y lo subjetivo, al integrarse sin eliminarse mutuamente, encarnan una tercera magnitud sin nombre. Es esta última la que centra a la novela; es la historia de esa tercera magnitud la que el texto narra.
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El antiquísimo afán de contar historias, así como la invisibilización que cubrió tanto a esa necesidad como a cada una de las narraciones posibles a ser entendidas por oídos humanos, adquiere en La historia interminable una multiplicidad en donde los marcos de referencia truqueados ya no funcionan y la atención queda libre para entender lo interminable. Los asomos del libro, que se acumulan con insólita capacidad de registrar lo más hermético y ponerlo ante los ojos del lector, colocan a esta novela en un rango que muy pocos volúmenes pueden detentar en la interminable historia del arte.
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La magia comienza con el nombre. En el título original de la novela, Die Unendliche Geschichte, el autor juega con su apellido: ende equivale a “fin”, “término”, “límite”, mas en otro nivel el nombre del libro podría traducirse como “La historia sin Ende”. Esta primordial sugerencia es elocuente: no es sólo la de un volumen sin final, sino la de una escritura que prescinde de su autor; Ende nos hace enfrentar un texto cuyas fuentes trascienden los previsibles linderos de la personalidad del escritor (¿lo que suele llamarse “limitaciones”?) y que acaso va más allá de todo fin previsible.
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¿En qué sentido puede un libro aspirar al infinito? Existen evidentes fronteras físicas en cada ejemplar de La historia interminable: hay una “última” página, una “cuarta de forros”. Michael Ende había subrayado ese aspecto en una novela anterior: Momo (1973; Alfaguara, Madrid, 1978) concluye con la palabra ende, misma que a la vez funciona como una firma y como el tradicional “Fin”. Por su parte, el traductor de La historia interminable al castellano, Miguel Sáenz, buscando un juego análogo, añade como última frase el término “por ende”. El lector se verá en la necesidad, pues, de buscar ese otro modo en que esta historia es interminable. Acaso sin darse cuenta, aprenderá a buscar todos los otros modos en que lo infinito está presente en lo más inmediato y cotidiano. Supremo juego de espejos.
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En otro nivel, el nombre original de este libro alude a una frase clave en la literatura fantástica y específicamente en la feérica (del francés fée, “hada”), que al ser vertida a nuestro idioma como La historia interminable no refleja del todo su hondo acorde, su referencia a los juegos de espejos precisamente a través de un tono lúdico. Ello es de lamentarse puesto que el acervo en español de tales géneros dispone de la traducción óptima, una frase múltiplemente usada tanto en la literatura infantil escrita en castellano como en las mejores versiones a esta lengua (y hasta en el habla cotidiana): El cuento de nunca acabar.
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Puesto que la ulterior virtud del juego de espejos radica en sacar de sus casillas a los entornos “únicos” y confrontarlos con zonas más vastas, este volumen puede situarse en la lista de los contados títulos —procedentes de cualquier época— que en verdad provocan lo mágico e insertan al lector —quiéralo o no— en una postura plural, en un punto en donde la intersección de los reflejos desaletarga las magnitudes cotidianas y nos obliga a reconocer sus laderas más proscritas.
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Es precisamente una decidida entrada al territorio simultáneo de lo mágico lo que múltiples lectores deben a La historia interminable desde su aparición tres décadas atrás. Es este uno de esos contados libros que no sólo se “recuerdan”, sino que pasan a formar parte de la memoria profunda de quien los recorre. Como tan bien dice Tomás Segovia, se trata de una de esas obras de arte que no sólo se “espectan”, sino que nos ocurren: es algo que nos ha sucedido, y de manera tan esencial como los encuentros que marcan toda una vida. Lo dice espléndidamente Papini en el más autobiográfico de sus libros, Un hombre acabado (1912), en los párrafos en que registra su enorme deuda con los grandes autores a quienes ha leído con fervor: “¿No hablé más de una vez con el pálido Hamlet y no busqué la verdadera vida con el doctor Fausto? ¿No fueron, el uno y el otro, partes vivas y familiares de mi persona?”.
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Por eso resulta curioso decir “30 años de La historia interminable”, porque para quienes han leído este libro atenta y desprejuiciadamente, el tiempo transcurrido desde su primera edición parece mucho menor (acabamos de leerlo, lo tenemos tan vivo como el movimiento de la sangre en el interior del cuerpo), y a la vez mucho mayor (es muy difícil aceptar que no estuviera ya presente en el mundo desde el principio de los tiempos —si hubo realmente un principio).
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En uno de los capítulos se dice que quien escucha alguna vez el canto de los “dragones de la suerte” no lo olvida jamás; esto significa que, aunque lo olvide en el nivel de la memoria superficial, ese canto sigue activo y activante en la memoria profunda. Esa es con exactitud la magia a la que nos introduce este libro interminable: aquella que nos hace reconocer que somos mucho más de lo que nos han dicho y que la historia misma del universo (y de los universos) es nuestra, tan íntima como los sucesos más personales que atesora la memoria.
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Las fronteras más imbatibles (las que separan lo “real” de lo “irreal”) se derrumban con una devastadora sutileza: es la tajante e irreversible potencia de un acto mágico que a la vez sabe graduar delicadamente sus registros para que no puedan conjurarlo las trampas racionales. En el instante en que desaparecen los falsos límites, se abre el ámbito de lo sagrado. Terrible apertura: se requiere una infinita coherencia para derruir la “coherencia” cotidiana, la racionalidad infinitamente viciada. Esta última es la causante del diminuto territorio de lo “real”, de la constricción del mundo a la que cada ser colabora ya desde el mero hecho de emplear módulos de pensamiento incapaces de reconocer registros y niveles, de aceptar paradoja y ambigüedad, de asumir la apertura de conciencia sin miedo al vértigo y al sobresalto.
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Ende ha encontrado esa infinita coherencia en la literatura fantástica despojada de toda trampa racional; porque todo atisbo especular está férreamente regulado, y de ahí la degeneración de los “subgéneros” —la llamada “literatura infantil”, por ejemplo, o la “de aventuras para jóvenes”— en fórmulas supuestamente imaginativas y que en realidad no actúan sino para mantener sujeta a la imaginación. En “Reflexiones de un salvaje” (1991), Ende establece su territorio: “Me pregunto totalmente en serio si la Odisea —suponiendo que todavía no existiera y fuera escrita por un Homero de hoy— podría publicarse, a no ser con el calificativo exculpatorio de ‘libro infantil’. Porque está plagada de gigantes, reyes del viento, hadas mágicas y otros personajes ‘irreales’”.
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Acaso de ahí proviene el que esta sea una “historia sin Ende”: el escritor se ha cubierto del poder de los nombres, de la magia de lo arcano, de la potencia del juego de espejos, y la clave radica en que no los usa, no interviene, no pretende servirse de esa magnitud para algo (“demostrar”, “educar”, “sorprender”, ni siquiera “jugar irresponsablemente”). Riesgosísimo, excepcional desafío. Metafísica, sin duda, pero también Metafantasía. La historia interminable, libro de libros, establece: no hay “realidad y ficción” (aquélla fundada en la irrealidad de ésta, aquélla succionando existencia de la inexistencia de su “opuesto”), sino únicamente grados de realidad. El lector escribe el libro que lo escribe porque —como insiste el texto en varias ocasiones— toda lectura es siempre la primera.
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[Fragmento del libro El deseo y la espiral (Cuaderno de lectura de La historia interminable de Michael Ende), Universidad Autónoma de Querétaro, Fondo Editorial, México, 2021.]
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viernes, 30 de octubre de 2009

Tres “calaveras literarias”

DGD: Textil 70, 2009
Un suplemento cultural mexicano ha mantenido la costumbre de convocar a diversos escritores a colaborar con tradicionales “calaveras literarias” en festejo del Día de Muertos (halloween en el mundo angloparlante). He aquí la que a mi turno propuse, más dos que la acompañaron en esa página y que reproduzco con autorización de los autores. [DGD]
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Pedro Páramo
por Mary Carmen Sánchez Ambriz
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Juan Rulfo creó a un tal Juan
personaje muy preciado
que no andaba tan norteado
buscando a un Pedro truhán.
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Los muertos alborotados
querían del páramo huir,
aunque se les vio cansados
no lo podían resistir:
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medio siglo ha que rumian
en esa ardiente Comala
con el cacique patán
que les da comida mala.
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Pierre Klossowski
por Alejandro Toledo
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Le dijo Roberte a Octave,
conocidos klossowskianos:
“Esta noche, cachondito,
te voy a entregar todito”.
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“¿Lo mismo que ya me has dado?
Hay que ser hospitalarios
y cumplir con los mandatos
del panteón establecidos:
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que entre dos no son diabluras,
se fatigan las posturas;
invitemos al de al lado
que se murió de chalado.”
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La Muerte
por Daniel González Dueñas
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También la Muerte llegó
a la hora de la suerte
y en el lecho de muerte
la Muerte reflexionó:
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“Qué curiosa soledad,
que entre tantas calaveras
todas eran de a deveras
y la mía no era verdad.”
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Y feliz fue a la cantina
llamada “Del Otro Mundo”
para que ya nada inmundo
toque a la Vida Catrina.
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jueves, 15 de octubre de 2009

Primer aniversario del blog (y texto acuático)

DGD: Paisajes-Serie azul 19, 2009
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Este blog cumple un año y la consecuente celebración comienza agradeciendo el apoyo de sus organizadores, visitantes, seguidores y amigos. Ya uno de los textos aquí reunidos, "¿Quién estrena un espejo?", manifestaba su amor por los comienzos y su negación de los finales (aunque en rigor no existan ni unos ni otros), y de ahí la idea de continuar la celebración —y prolongarla indefinidamente— con un poema/prosema acuático que canta a los inicios del amor. [DGD]
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Homenaje a Saturnino Herrán
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que no se vaya el instante del amor
el instante en que los cuerpos se conocen
en que uno a otro descorren los velos
el primer instante de los cuerpos
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que no se vaya, que no se disipe
ni en la memoria de la piel
ni en la piel de la memoria
que no termine ese relámpago
(los amantes se invisibilizan: apenas protegidos se entregan uno a otro como no sabían que un cuerpo podía entregarse, que una frontera podía vencerse, que un único espacio podía ser de dos al mismo tiempo)
que el aroma no se pierda entre otros aromas
que entre otras la textura no se confunda
que el sabor no se disuelva entre sabores
que imágenes y sonidos no languidezcan
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que no se vaya el instante del amor
que no exista sino ese instante
que todo el tiempo sea ese instante sin tiempo
que todo el espacio sea ese desvelarse
(los velos son desvelos: desde el principio del tiempo los velos han sido hechos para caer, o mejor, para ser retirados ante los ojos de quien sabe mirarnos como nadie más nos mira; el primer velo en caer es el de los ojos: sólo los amantes se miran como el creador del universo los mira)
que los primeros tactos sean los únicos
que las primeras caricias sean todas las que vendrán
que el primer aliento de dos bocas permanezca
que las presentaciones sean interminables
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que no se vaya el primer instante del amor
que nunca pase nadie de las primeras veces
que no termine el mutuo desciframiento
que esa infinita asunción de sentido no decaiga
(¿te das cuenta? uno no sólo descubre al otro sino se descubre a sí mismo en el espejo del otro: ese espejo es tan hondo, que comienzas a mirarte y no sabes si así has sido siempre o si el amor da su belleza y su inocencia a dos que se desvelan con el gesto primigenio del agua cuando se vuelca en sí misma)
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martes, 6 de octubre de 2009

80 años de José Manuel Briceño Guerrero

DGD: Paisajes-Ciudad alienígena 16, 2001
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a Guillermo Hagg

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Cuando se habla de “escritores secretos” se incurre en una injusticia; ese término parece aludir a que estos escritores “se esconden”, y algunos lo hacen sin duda, pero en realidad lo que hace es señalar a quienes están fuera por completo de los canales mercantiles y la vida socioliteraria. En sus casos más altos refiere a obras inclasificables, totalmente renuentes a los paradigmas instituidos, expresiones solitarias por vocación pero también por una soberbia radical que es al mismo tiempo una humildad no menos radical. Esta forma de la extrañeza carece de nacionalidad: puede brotar en cualquier punto del planeta (de cualquier planeta) porque su nombre es universalidad. En estos casos climáticos la intensa soledad de vida y obra habla, por una vez, el lenguaje de todos.
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José Manuel Briceño Guerrero nació en una pequeña aldea venezolana de nombre Palmarito, en el oeste del Estado de Apure, el 6 de marzo de 1929. Desde muy pequeño tuvo la necesidad de la escritura y ya en la escuela primaria dio a conocer algunos escritos, pero cuando terminó el bachillerato en Barquisimeto, se prometió no publicar hasta haber cumplido los cuarenta años y tener así una cultura sólida. En 1961 culmina su carrera de filosofía con un doctorado por la Universidad de Viena, y un encuentro de esa época lo hace renunciar a aquella promesa. En Viena había conocido a un investigador, de mayor edad que Briceño, que coincidentemente se había hecho esa misma promesa y que sin embargo falleció a los 39 años. Así que Briceño decidió publicar a los 31 años, y de ahí su primer libro, ¿Qué es la filosofía? (1961).
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Briceño Guerrero había sido desde siempre un viajero con una insaciable avidez por el conocimiento. En 1951 obtuvo el título de profesor de bachillerato en el Instituto Pedagógico Nacional de Caracas; los dos años siguientes hizo estudios de posgrado en la Northwestern University de Evanstone; en 1956 terminaba estudios en lengua y civilización francesa en la Sorbona. Luego de recibir el título de doctor en filosofía por la Universidad de Viena, quiso conocer más a fondo la filosofía marxista y viajó a Rusia para estudiar en la Universidad de Lomonosov en Moscú. Más tarde se interesó por la teología de la liberación y a finales de los años setenta la estudió en la Universidad de Granada. De regreso en Venezuela fundó un seminario de mitología clásica en la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad de los Andes. A estas alturas dominaba griego, latín, hebreo, francés, inglés, alemán, ruso, italiano y portugués, y tenía conocimientos de chino, sánscrito, japonés y persa. Entre 1968 y 1969 fue maestro visitante de lengua y filosofía griegas en la Universidad Nacional Autónoma de México, poco antes de irse a Washington para trabajar en la interminable Biblioteca del Congreso como investigador de historia de las ideas en América.
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En 1981 se le otorga el Premio Nacional de Ensayo y en 1996 el Premio Nacional de Literatura. A ello se suma la postulación que en 2007 y 2008 le hicieron varias universidades al Premio Nobel de Literatura. A sus ochenta años, Briceño se niega a jubilarse y continúa con sus cursos, seminarios y conferencias, así como con la escritura. Y con los viajes: en el año 2006 hizo una larga visita a China para estudiar la cultura, literatura y filosofía de ese país; de la experiencia nació un libro de extraño nombre: Para ti me cuento a China (2007).
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En sus libros de filosofía y ensayo posteriores a ¿Qué es la filosofía? se ventilan sus principales preocupaciones: el lenguaje, Latinoamérica y la búsqueda interior: América Latina en el mundo (1966), El origen del lenguaje (1970), La identificación americana con la Europa segunda (1977), Discurso salvaje (1980), América y Europa en el pensar mantuano (1981), El laberinto de los tres minotauros (1994), Mi casa de los dioses (2004).
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Sin embargo, de modo paralelo a esta escritura reflexiva corre otra vía, que él mismo explica en una entrevista del año 2005:
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Yo tuve una doble inclinación; por una parte me interesó muchísimo el trabajo y la reflexión teóricos y todo lo que se puede hacer por ese lado, y en eso estoy, mis estudios académicos tienen que ver con eso. Pero al mismo tiempo sentí una necesidad de utilizar la palabra, el lenguaje, de manera artística, para expresar mis convicciones, mis vivencias personales, mis sentimientos, de una manera, en lo posible, seductora, que lograra un tipo de comunicación más bien emocional con la gente. En realidad he cultivado la literatura como una forma de establecer nexos de cariño, porque sentí gran admiración y amor por los grandes escritores y poetas que leí, y me sentí como endeudado con ellos y con la gente; me pareció que yo debía también poner mi parte en esa cadena de escritores, de poetas que han escrito para los demás. Y así he concebido a la literatura: como puente hacia los otros. Me siento muy feliz cuando alguien responde a esos mensajes que doy.
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Para diferenciar claramente las dos vertientes de su escritura, Briseño utilizó un seudónimo transparente: Jonuel Brigue, en el que une ciertas sílabas de sus nombres y apellidos. Será, pues, Jonuel Brigue —más un heterónimo que un mero seudónimo—, el ya mítico autor de Dóulos Oukóon (1965), el más iniciático de los textos literarios, el más literario de los textos iniciáticos: una fanía cuantitativamente breve, pero interminable en un nivel cualitativo.
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En aquella entrevista, Briceño habla de este libro, de su absolutamente imposible clasificación genérica y de los curiosos sucesos a que dio lugar, ya plenamente situado en el terreno de lo onírico cotidiano: “Escribí un libro llamado Dóulos Oukóon, que es una reunión de cartas escritas por un extraterrestre, pero no es un libro de ciencia-ficción y tampoco de espiritismo o de creencia en platillos voladores. Es un libro más bien poético, y esas cartas del extraterrestre están dirigidas a una extraterrestre que ha perdido la memoria. Ese libro no tengo noticia de que mucha gente lo hubiera leído en esa época. Una señora en Barquisimeto lo conoció porque una cuñada mía se lo prestó. Entonces a una hija de ella, que tenía doce años, le gustó mucho y copió el libro a mano. Más tarde, cuando tenía 17 años, se casó con un norteamericano que estaba en Valencia [Venezuela]; él sabía español y vio que ella tenía ese cuaderno con ese texto copiado, y lo leyó y le gustó tanto que lo tradujo al inglés. Él no sabía quién era el autor.
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”Después se divorciaron; en ese proceso se perdió el cuaderno, pero el norteamericano conservaba la traducción que había hecho. Él tenía un amigo mexicano que no sabía inglés, y entonces le re-tradujo el texto al español. El mexicano se entusiasmó, le pidió una copia de la re-traducción, regresó a México y lo mostró a unos amigos. Entonces en este grupo creció la idea de que eran cartas realmente escritas por un extraterrestre. Se formaron más grupos para leer ese material y después esto se extendió a Puerto Rico.”
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Se sabe, en efecto, que en Puerto Rico llegó a formarse una especie de secta o hermandad convencida de poseer un material invaluable, escrito por un extraterrestre y en el que se divulgaban secretos y claves esotéricas acerca del universo. “En cierto modo era acerca de un universo poético”, comenta Briceño, “pero no así un universo astronómico.” En un momento dado, uno de los integrantes de la secta tuvo una novia venezolana y, tratando de impresionarla, le mostró el libro y se lo anunció efectivamente como escrito por un extraterrestre. Quiso el azar que la muchacha fuera no sólo venezolana sino específicamente de Mérida, la ciudad en que vive Briceño, y además una lectora de Dóulos Oukóon; así pues, reconoció el texto y dio al periodista el nombre del autor y su ubicación.
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Briceño cierra esta línea anecdótica: “El periodista, incrédulo y muy asombrado, al fin vino a Mérida para entrevistarse conmigo y me contó toda esa historia. Y además me trajo unos ejemplares mecanografiados, y fotocopiados después, con dibujos agregados. Y me pareció muy interesante todo eso. Los romanos decían habent sua fata libelli, ‘los libros tienen cada uno su destino’. Igual que las personas”.
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Resulta difícil imaginar ese árbol de repercusiones: la copia manuscrita es traducida al inglés, pero esa copia se pierde y sólo queda la traducción, que es luego re-traducida al español con las consiguientes modificaciones; más tarde es muy posible imaginar añadidos de los devotos sectarios: notas, dibujos, diagramas, tal vez incluso mapas estelares. Todo esto se multiplica y a la vez se va difuminando en las sucesivas y apasionadas fotocopias, de mano en mano, de secreto en secreto. Del original escrito por Jonuel Brigue queda sólo el espíritu, que acaso prefigura y hasta justifica este tipo de procesos inverosímiles en los que Breton celebraba las andanzas del azar objetivo.
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En esa parte de la entrevista, Briceño menciona apenas uno de los hilos de una madeja que no ha hecho sino crecer desde la aparición de Dóulos Oukóon. Muy pronto la experiencia de Puerto Rico se extendió en Internet y ahí continúa a la fecha a través de muy diversas esoterias de incierto origen. Éstas suelen ignorar el nombre de Briceño y atribuyen una existencia real a Dóulos Oukóon; y cuando no olvidan el nombre del autor, lo hacen para implicar que Briceño no escribió ese libro sino que lo “canalizó”. Y en cierto modo aciertan. “Canalización” podría ser un sinónimo de “inspiración” y acaso ambos términos buscan un tercero aún más hondo cuando se trata de la poesía.
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La imperante mentalidad lógica y racionalista dirá, y no sin fundamentos, que lo que el azar creó, a fin de cuentas, fue un culto irracional surgido de la necesidad de creer, un terreno propicio para la subjetividad de tantas personas que a manotazos buscan alternativas para un mundo asfixiante. Sin embargo, el otro lado de las interpretaciones tampoco carecerá de fundamentos, e incluso podría en cierto modo dar en el blanco si aduce la aparición de una especie de libro sagrado, del prontuario de una escuela hermética de origen no humano. Todo esto no sería posible si el Dóulos Oukóon de Jonuel Brigue fuera precario o ingenuo; todo lo contrario: se trata de uno de los libros más inatrapables, más desbordantes, más arquetípicos de la literatura.
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Según declara Briceño, lo que lo lleva a escribir es una revelación poética, que resulta impredecible y a veces debe “incubarse” durante un largo tiempo. Dóulos Oukóon es, como muy pocos textos a lo largo de la historia, la encarnación misma de ese concepto. Algo idéntico puede decirse del siguiente libro de Jonuel Brigue: Triandáfila (1967). Luego de estos dos títulos capitales, el elusivo autor tardaría bastante en volver a publicar: Holadios (1984), El pequeño arquitecto del universo (1990), Anfisbena. Culebra ciega (1992), Diario de Saorge (1997), Esa llanura temblorosa. Cuaderno (1998), Trece trozos y tres trizas (2001), El tesaracto y la tetractis (2002), Para ti me cuento a China (2007). Se ha aproximado también a la autobiografía: una más o menos “directa”, Amor y terror de las palabras (1987), otra en forma de novela, Los recuerdos, los sueños y la razón (2004).
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Jonuel Brigue puede ser un canalizador, pero José Manuel Briceño Guerrero es un pescador en el océano del inconsciente cuya apuesta no consiste en regalar pescados sino en forjar nuevos pescadores para los nuevos mares que juntos van descubriendo. Con esta pequeña respuesta a algunos de sus mensajes, celebramos aquí sus primeros ochenta años de pesca en el mar interior. Salud, maestro.
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domingo, 27 de septiembre de 2009

Antes del poema

DGD: Textil 104, 2009
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En el principio
___fue hacer transcurso la boca
___para beberte
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Y sin saberlo
___casi de inmediato
___hubo también que hacerte palabra
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Transcurrirte es pronunciar
___aquel ahora sin tiempo
___que sólo ahora existe
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Antes que caricia somos verbo
___una voz que si bien parece oído
___es ojo que tocándote se gusta
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Si callamos para fructificar
___el fruto habla
___por nosotros
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Hablemos de tú al silencio
___digamos esta boca es mía
___casi de mañana
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Antes del poema
___no queda nada
___por decir
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[Del poemario Para reconstruir a Galatea, Universidad Veracruzana, Ediciones Papel de Envolver, col. Luna Hiena, Xalapa, 1989. Edición agotada.]
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martes, 15 de septiembre de 2009

Entrevista a un vigiliador

DGD: Redes 130, 2009
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...y en lo cotidiano se abren fisuras por donde atisban curiosas criaturas del sueño que soñamos...
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Bioy Casares

—¿Qué es un vigiliador?
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—Bueno, un hecho dado y aceptado por todos es que hay vigilia y hay sueño, ¿no? Todos entendemos y aceptamos que el soñador sueña su sueño. En la balanza (porque todo se da en equilibrios), el vigiliador es el que “vigilia” su vigilia. En ambos casos se habla de una construcción: el soñador construye su sueño, el vigiliador construye su vigilia.
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—No queda muy claro todavía.
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—Y es apenas el principio. Lo que hace el soñador es estrictamente individual. Es casi imposible que yo pueda entrar en tu sueño. Es decir que cada quien construye su sueño al soñarlo. En la balanza, lo que hace el que está despierto es estrictamente colectivo. Es casi imposible que uno solo comience a construir una realidad diurna totalmente distinta de la que construyen en conjunto los demás. El desafío está muy claro: el soñador debe soñar un sueño en el que puedan colaborar otros soñadores, mientras que el vigiliador debe “vigiliar” una vigilia en la que nadie sino él pueda entrar. En ambos casos se habla de la construcción de una sola realidad, no de muchas.
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—Pero ¿qué es esto, una nueva religión, una disciplina mística, una sacralización del solipsismo?
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—Tiene más que ver con el arte. El solipsista cree que toda su vigilia es irreal mientras que sólo él es real. Pero hay que verlo desde los dos universos a la vez. Lo que hace el solipsista es confundir su sueño con su vigilia. En el sueño es así: él es real mientras que todo lo que lo rodea es irreal; o no, mejor dicho, no es irreal sino una realidad que él moldea sin darse cuenta de cómo lo hace. Y como no sabe cómo lo hace, esa realidad lo hace por él. El vigiliador sabe que todo es real y sólo él es irreal, o no irreal sino una invención de la realidad diurna.
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—¿Y cuál es el desafío, la tarea, el quest?
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—El vigiliador comienza a soñarse a sí mismo para volverse tan real como lo que lo rodea, del mismo modo en que el soñador se vigilia a sí mismo en sus sueños para aprender cómo la realidad nocturna puede moldearse a voluntad. En la vigilia es una búsqueda (un quest) completamente individual. En el sueño el desafío es colectivo. El soñador tiene que despertar (por así decirlo) a las criaturas que ve en sueños, del mismo modo en que el vigiliador debe aprender el modo en que la realidad diurna lo sueña.
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—¿Cómo hacen eso el soñador y el vigiliador?
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—Todos los hechos y las vías están dados en la balanza: sólo hay que llevar lo de un plato al otro. Ser humano no es estar despierto y dormido por turnos, sino convertirse en un soñador en la vigilia y un vigiliador en el sueño. Sólo así es posible la construcción de la realidad.
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—Según lo que dices, el soñador debe aprender a trabajar colectivamente, mientras que el vigiliador debe hacerlo individualmente, ¿es así?
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—Sí. El soñador está muy solo porque los seres que lo rodean en su sueño son proyecciones de sí mismo, formas que la realidad nocturna toma de él para rodearlo. Sólo hay “yo” en el sueño, todo “tú” es irreal (o eco de su “yo”, es decir una parte subsidiaria de su realidad nocturna). El soñador debe aprender la forma de convocar a seres reales, no proyecciones de sí mismo sino proyecciones de la humanidad. Sólo así el sueño se vuelve realmente real, lo que significa creativo: es decir, cuando hay en verdad un “tú”.
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—¿Y el vigiliador?
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—El vigiliador está siempre acompañado; aunque esté solo en la vigilia, lo rodean por todas partes seres reales que le roban realidad, por así decirlo. Es por eso que se dice que el yo es siempre irreal y sólo es real el tú. Como no ha aprendido a crear su realidad, ella lo vuelve irreal para aplicar esa realidad a aquellos a quienes esa persona ve como “tú”. Entonces, lo que el vigiliador debe hacer es aprender la forma de soñar a sus semejantes de tal manera que la vigilia deje de restar realidad al “yo” y comience a dársela. Sólo así la vigilia se vuelve realmente real, es decir creativa: cuando el “yo” es real.
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—Si entiendo bien, se trata de diluir el yo en el sueño y de diluir el tú en la vigilia.
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—Entiendes mal. No se trata de disoluciones en ninguno de los casos. Se trata de construcciones. Si en tu sueño tú me construyes... o bien, para que entiendas, cambiemos el verbo: si tú en tu sueño me invitas, yo entro en tu sueño. Ya no estás solo, ya no únicamente hay uno real y otros irreales: hay dos reales que colaboran para “invitar” a otros. Eso es lo que se llama “vigiliar” el sueño. Hacer que el único “yo” del sueño se vuelva un “nosotros”.
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—¿Y en la vigilia?
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—La balanza te lo dice muy claro: no se trata de diluir el “tú”, o sea el yo de los otros, sino de hacer que ellos dejen de restarte realidad en cuanto cada uno de ellos es un “tú” respecto a tu “yo”. Eso es soñar la vigilia: hacer que el “yo” deje de ser irreal respecto a un “tú” que es real. Te sueñas en la realidad diurna lo suficiente como para tener una realidad propia, tan propia e irrepetible que no puede ser “robada” por los demás (por los “tú”). Se trata de hacer que el “ustedes” se vuelva un “ustedes y yo”.
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—Las dos cosas parecen impracticables, sencillamente imposibles: invitar a otros a tu sueño, soñarte en la vigilia para ser en verdad un “yo”.
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—Sí, justamente “parecen” imposibles, pero no necesariamente lo son. Todo hecho “dado” debe ser transformado en un hecho que tú “das” y luego en uno que todos “dan”, se dan. Existen vías para ambas tareas paralelas; las escuelas esotéricas lo vienen diciendo desde hace milenios. Aquella a la que pertenezco lo dice de una forma muy bella: vigiliar tu sueño y soñar tu vigilia son las dos caras de un solo acto: el de crearte un alma. Un alma que es al mismo tiempo individual y colectiva, sucesiva y simultánea, de un hombre y de todos.
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—Sigo como al principio...
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—Bueno, si te interesa realmente, puedo describirte algunas de las técnicas que usamos...
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